Nº 20
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Valeria Luiselli  

Los ingrávidos

Editorial Sexto Piso. 2011, pags. 143.

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La vida doble

La gente se muere muchas veces en una misma vida. No es cuestión de metáfora. Nos morimos a cada rato. Una caída en el metro, un auto a velocidad que nos atropella, el descuido de una siesta en la tina llena de agua. Sin saberlo, nos convertimos en fantasmas. Dejamos de estar. Desaparecemos. En Los ingrávidos, de la mexicana Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), hay una mujer que escribe una novela y un poeta ciego que ya ha escrito mucho y ahora espera su muerte, la última, la definitiva. Ambos son fantasmas: viven pero es como si no existieran. Han dejado de ser para no ser nada. Las vidas que relatan desde su presente son el desengaño, el agotamiento y la incomprensión. Son vidas que fueron y que hoy son sólo recuerdos, historias de sus biografías personales, memorias de un pasado que nunca fue glorioso ni estupendo. Pero que les pertenece.

Ahora todo se ha afantasmado, incluso el tono que utiliza la narradora (que es la mujer que escribe la novela) y sus vínculos con el resto: refiere su vida como si fueran los recuerdos de otra persona, tiene un hijo a quien llama ‘el niño mediano’, una bebé recién nacida de cuyo nombre nunca nos enteramos y un marido que es siempre sencillamente el ‘marido’. Y sin embargo, detrás de ese velo impersonal en lo narrado, la protagonista resulta por momentos tierna y vulnerable a un nivel que nos importa. Ante nuestros ojos, su realidad es como la de cualquiera: especialmente porque describe la obsesión y la incertidumbre sin adornos o digresiones inútiles, y porque su historia es la de alguien que va desapareciendo de a pocos, como un eclipse anticipado de sí mismo, entre los límites de lo trágico y lo risible.

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Valeria Luiselli, en su corta carrera como escritora (tiene solo veintinueve años y dos libros), posee una cualidad extraña difícil de alcanzar para cualquier autor: escribe libros que no son lo que parecen. El primero de ellos, publicado en 2010, viene con el rótulo editorial de ensayos pero se acerca más a lo que considero es un género entre la crónica personal y un tipo muy ágil de relato reflexivo. Papeles falsos propone, en su sencillez, una estrategia de escritura en la que idea y anécdota se articulan de manera equilibrada, sin predominar ninguna (o predominando las dos en una dosis -casi- exacta). Si bien esto es así la mayor parte del tiempo, en muchos momentos se percibe un abuso del suceso personal, haciéndonos sentir que el relato, en lugar de culminar en un juicio o en algo parecido a la fractura de una convención (algo que nos obligue a repensar lo ya asumido), es un simple asunto de banalidad sobre una chica a quien le gusta pasear con bicicleta por la ciudad. Pese a esto, es cierto que la imagen de la bicicleta recorriendo las calles puede entenderse como metáfora de todo el libro: conceptualización rápida que no permite la asimilación de las ideas. Ni bien se va definiendo una reflexión, Luiselli se apresura y pasa a otra cosa. No hay espacio para lo que, supuestamente, es la intención de los textos: partir de una anécdota personal para decir una verdad oculta o, en el mejor de los casos, para hacernos recordar lo que ya sabíamos y hemos olvidado. Y sin embargo este es el motivo por el que Luiselli atrae tanto a sus lectores: porque ve las mismas cosas que nosotros pero desde una perspectiva distinta, extraña y, al mismo tiempo, obvia cuando la entendemos. Al igual que Alejandro Zambra, es alguien que redescubre el mundo que todos observamos, el mundo de la cotidianeidad, de la vida sencilla y ordinaria, pero lo hace con una mirada externa a la nuestra, como un extranjero que conoce un lugar mejor que sus habitantes. Por ello, Papeles falsos es sobre todo una mirada y una serie de relatos con voz propia. Ambas características (o virtudes, si se quiere) difíciles de alcanzar en un primer libro.  

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Todo lo anterior, sin embargo, es reducción pura. La literatura de Luiselli es una apuesta en varios sentidos. O muchas apuestas en simultáneo. Lo concreto puede entenderse así: sus libros dicen ser algo y no lo son. Al menos, no parecen serlo. En Los ingrávidos, sin ofrecer una propuesta de riesgo (porque la originalidad no siempre tiene que ver con el riesgo estético), se demuestra cómo es posible escribir una buena novela sin la necesidad de recurrir a artificios o a técnicas o a un lenguaje de adjetivos y extremadamente cuidado (varios fragmentos, más bien, pecan de torpeza estilística, de pequeñas imperfecciones, de ritmos desacertados, lo que, por algo que va más allá de la simple forma del texto, no estropea el hilo de la narración, incluso a veces lo intensifica). Es, en sentido amplio, una novela con una estructura compleja narrada desde la sencillez: “Una novela horizontal, contada verticalmente. Una novela que se tiene que escribir desde afuera para leerse desde adentro” (p. 73). Lo que en algunos autores puede ser una falta de afianzamiento en la escritura, en Luiselli es algo parecido a un sello personal: lo sencillo, que no es lo mismo a simpleza, se muestra en todo su esplendor para traducir un mundo, para lograr comprenderlo, para que, pese a su lejanía, tenga que ver con nosotros. Y ese mundo es el de las ausencias.

Lo que hace que Los ingrávidos no sea cualquier libro es que en él hay una idea clara de novela: no sólo una propuesta, sino la teorización de su mundo. Dicha teorización está asentada en los términos del afantasmamiento: todos, en varios momentos de nuestras vidas, nos morimos, creemos que solo sucede una vez, pero lo cierto es que sucede todo el tiempo; tenemos un accidente, salimos vivos pero algo de nosotros ha quedado ahí, ya no somos los mismos, ese algo que ahora ronda por algún sitio ya no nos pertenece. Cambiamos. Y la sucesión de muertes deviene en vacío, en ausencia total, en un afantasmamiento. Luiselli ha escrito una novela sobre las diversas formas en que uno dejar de estar en la vida, antes de morir finalmente. Esta manera de afantasmarse, que es real y espiritual al mismo tiempo, tiene mucho de mística y de fantasía: alguien que ha muerto por primera vez abandona sin percibirlo un fantasma de sí mismo, ambos (cuerpo y fantasma) siguen sus rumbos desentendidos de su contraparte. Esto ocasiona una visión doble de las cosas, una duplicidad del ser, y un ser múltiple. Así es como lo plantea, en una conversación, uno de los personajes: “La gente se muere, deja irremediablemente un fantasma de sí mismo por ahí, y luego siguen viviendo, original y fantasma, cada uno por su cuenta” (p. 113). Es la teoría de las muchas muertes.

Por tanto los fantasmas son dos: la narradora y Gilberto Owen, el poeta mexicano de los años veinte. Son dos también las historias y dos las voces que narran. Ella, la mujer que escribe la novela, se encuentra en México, vive con un esposo que le revisa todo lo que escribe y con dos hijos, el ‘niño mediano’ y la bebé. No hay nombres. El marido puede ser cualquier marido, la narradora puede ser cualquier mujer. Todo empieza por una novela: ella quiere escribir sobre Owen y sobre su pasado como editora en Nueva York. Lo curioso es que al inicio parece más bien una recopilación de anécdotas de su juventud, cuando ella vivía sola en un departamento y se relacionaba con una serie de personajes excéntricos. Dakota, Pajarote, Moby, White, Enrico. Sujetos raros en medio de una historia que se va enrareciendo conforme pasamos las páginas. Ella escribe que se acuesta con mujeres y con hombres (por separados y al mismo tiempo), que roba objetos de los lugares a los que va, que falsifica documentos que hace pasar como originales frente a todo el mundo. El marido lee por las mañanas lo que ella escribe por las noches. Insiste, aunque sin forzar ninguna respuesta, en saber si aquello es ficción o es verdad. Todo es ficción, le dice ella, pero luego se desmiente y escribe -en su novela- que sí es verdad. Lo más interesante de este primer momento de la historia es que se entrecruzan los niveles narrativos, haciéndonos dudar de si en realidad la mujer que escribe el libro en México es la propia Luiselli. Sobre esto volveré más adelante.

Luego viene el siguiente momento. Dado que la lectura que el marido hace de la novela está alterando la armonía de la casa (entre ambos se ha impuesto de forma silenciosa una barrera que empieza a separarlos, a volverlos personas extrañas, a convertirlos en individuos recelosos con sus vidas; incluso él parece engañarla con una mujer de Filadelfia), la narradora decide escribir dos novelas a la vez: una, que era la que ya tenía avanzada y había ocasionado los conflictos, y otra, para que el marido lea y no le afecte (el relato de Owen en su propia voz, la primera historia que pretendía hacer). Esto llevará a una doble narración simultánea: la de Owen, en los años veinte en Nueva York, y la de la narradora principal, en los 2000 en la misma ciudad. Pero, de manera específica, la cosa es aún más compleja: son dos historias que ocurren en tiempos diferentes y que pueden ser vistos paralelamente, pues Owen narra desde su presente en Filadelfia, cuando es viejo y se está quedando ciego, acerca de su pasado de juventud, y lo mismo la otra narradora, que ahora vive en México y desde allí recuerda los años que pasó en Nueva York. Como lo señalé antes, es una estructura compleja narrada con sencillez. Para ilustrarlo mejor, coloco este esquema:

  Presente Pasado
Narradora principal México / relato Nueva York / 2000 / juventud
Gilberto Owen (narrador) Filadelfia / relato Nueva York / años 20 /juventud

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Entre muchas de sus características, Los ingrávidos se distingue por plantear una narrativa de su propio acto de escritura: esa clase de novela que parece armarse mientras la leemos, que se dice y se contradice y que aparenta siempre, por encima de todo, ser algo inacabado. El tipo de metaficción que no busca finalizaciones, sino procesos: o que la finalización resulta más bien su proceso. A diferencia de otros casos (como, por ejemplo, el de Kirmen Uribe en Bilbao-Nueva York-Bilbao), Luiselli no pretende centrar su propuesta en el making of de la novela, ni mucho menos usarlo como un agregado plenamente estético al relato; por el contrario, el recurso a lo metaficcional habilita, de manera concreta, el desarrollo de los acontecimientos en la historia. No está allí por gusto. Es el factor que articula en varios momentos las diferentes conexiones entre un suceso y otro. Lejos de cualquier función ornamental, parece completamente necesario para que el libro pueda continuar sin desmoronarse a la mitad. Y, aunque así lo aparente, no es ninguna exageración: cerca de la mitad la narradora se ve obligada a escribir la otra novela (la de Owen) para no seguir estimulando la desconfianza de su marido. Desde este punto, el libro adquiere otro sentido: uno en el que la ambigüedad de los niveles narrativos abandona su condición estética para convertirse en un motivo ético en el que, tanto la narradora como su protagonista ficcional (Owen), se ven unidos irremediablemente en el destino de sus historias.

Al lector, no obstante, se le escapa que la narración de Owen es la novela que está escribiendo la mujer. Y esto no se debe a otra cosa que a la potencia con la que están escritos aquellos fragmentos. Ambas realidades se muestran como universos autónomos: dos vidas sin ningún tipo de vínculo (nada más alejado que ochenta años de diferencia) pero que, de algún modo, logran cruzarse cada uno en su tiempo. Todo sucede en el metro de Nueva York. Todo, también, resulta demasiado ambiguo. En este sentido, podemos decir que Luiselli emplea la ambigüedad de dos formas: 1) la que alterna la realidad ficcional con otra ficción construida a partir de esa realidad, y 2) la que, además de mezclar ambos niveles, acentúa el grado de incertidumbre en los hechos e incidentes de esos universos que, hacia el final, terminan configurándose como un todo absoluto. Así, si bien es la mujer la que diseña a Owen como narrador y protagonista, este también (liberándose de la autoridad narratoria) parece escribirla a ella, como si la creara desde su naturaleza ficcional, modificando esa otra realidad a la que, supuestamente, no tiene acceso.

Este juego de niveles, aunque por momentos nos seduce a pensarlo así, no llega a dar el gran salto: el de la realidad real, la nuestra. Todo se mantiene dentro de los marcos de la ficción. No existen referencias explícitas que nos remitan a la propia Luiselli, como sí sucede en otros casos, por ejemplo el de Javier Cercas, en Soldado de Salamina, o el del ya mencionado Kirmen Uribe, en Bilbao-Nueva York-Bilbao, en donde los autores son los protagonistas de la historia. Lo que se ha resuelto en llamar relato real (Cercas) o auto-ficción (Uribe). Más allá de lo que se diga sobre la definición exacta de estos libros, nadie negará que son leídos exclusivamente como novelas. 

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La ambivalencia ficcional a la que me refiero se va a reforzar aún más por la lógica de la duplicidad: ambos narradores, quienes se han asumido conscientemente como seres afantasmados, intuyen aquella existencia doble desde su ausencia en el mundo. No son nada ahora, pero en otra parte, en otro tiempo, fueron algo más que una vida de recuerdos. Alguien realmente existe cuando no necesita mirar hacia atrás: ese momento, en la novela, es la juventud. Quien vuelve al pasado, deja de existir en el presente: se vuelve así en un fantasma, en alguna especie de entidad que se separa de su original y se independiza. En la historia, uno es el original y otro el fantasma, pero no llegamos a descubrir quién es cuál. Una interpretación literal nos llevaría a pensar que la narradora es el original y Owen el fantasma, pero lo literal en esta novela no sirve. Escrita desde una estética no-realista, Los ingrávidos da rienda suelta al juego de las imprecisiones: una cosa no se encuentra en sí misma, sino en algo externo a la propia naturaleza, en una otra cosa, que es su doble y su definición más exacta.

Lo que mejor describe esta duplicidad ambivalente es el concepto del doppelgänger: una persona viva que posee (muchas veces sin saberlo) un doble fantasmal. El término alemán significa, específicamente, el ‘doble andante’. Los hechos que esta persona experimenta se involucran, en un plano de sensaciones e irracionalidad (entendida aquí como contraparte de lo racional, no como locura), con otro ser y otra realidad. Es uno mismo pero también lo otro (aunque, como he dicho líneas atrás, en la novela ese alguien o ese algo es más lo otro que uno mismo). Se explica a partir de su doble. Y ocurre un cierre del proceso cuando ambas partes se encuentran o se vinculan de algún modo. Por ello el libro termina cuando ya es evidente que tanto la narradora como Owen viven mundos paralelos que están conectados por sus experiencias y cuando, pese a su vaguedad, ocurre el acto que revela al otro doble: en medio de un terremoto, Owen escucha en su casa los gritos de una bebé y la voz de un niño; mientras que la mujer y su hijo, el ‘niño mediano’, hallan entre el caos de los escombros y la desesperación a unos gatos sin cola que pertenecen a Owen y de los que, paralelamente, nos enteramos en su propia narración. El círculo se cierra con este final: hay un tanteo a ciegas de las dos realidades, lo que implica la destrucción de sus mundos.

Uno de los mayores aciertos de este libro es su permanente coherencia y su compromiso por no defraudar el planteamiento inicial: todo está pensado en dos, desde la estructura fragmentaria y las dos voces y ambas evocaciones hasta los mínimos detalles, como un gesto en el metro o algo tan anecdótico como la posición de un cuerpo. Hay, en este sentido, una intencionalidad discursiva que no se desorienta en ningún momento. La novela es compacta, aunque está diseñada para no serlo precisamente, para desbaratar los presupuestos del lector.  

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Y, pese a que la pretensión textual de la duplicidad persiste a lo largo del libro, no siempre hay una consistencia en la historia. Sobre todo en las últimas veinte páginas, en las que pareciera que Luiselli pierde el manejo y la gracia del relato: los fragmentos, en lugar de intensificar la estética de lo ambivalente y lo doble, están allí como relleno, pierden cualquier función anterior y son sólo viñetas de cómo un poeta mexicano se divierte o sufre o simplemente vive en los años veinte en la ciudad de Nueva York. Ya no hay tensión ni impulso narrativo hasta las últimas dos páginas, en donde todo vuelve estrepitosamente para acabarse.

A la novela, por tanto, le sobran páginas. Y no es un simple comentario: sobre el final el lector experimenta una suerte de tedio que frustra las expectativas generadas al inicio del libro. Como si algo enturbiara un estado de satisfacción. Hay, en estos fragmentos, un abuso del relato de Owen. Luiselli pasa de la narración significativa a la inútil acumulación de anécdotas sin sentido. Si bien existen, desde del principio, algunos elementos que no aportan al desarrollo de la historia, como por ejemplo las continuas apariciones del ‘niño mediano’, no se puede decir que estén de más en la novela, pues, en el caso del niño, su ingenio excéntrico (que nos causa ternura y nos llama la atención porque, sin duda, niños como este existen pocos -por sus extrañas ocurrencias- y porque, también sin duda, está más cerca de una construcción literaria que de un modelo convencional de niño, lo que no sugiere que sea menos verosímil) sirve para rarificar la atmósfera de esa ya insólita realidad que nos construye la autora. Son elementos que se encuentran al margen de la historia pero que inciden en ella, que la impregnan de símbolos, y que sobre todo obligan a una reacción en el lector.

Sin embargo, hay otro factor que sí le resta potencia a la novela: la excesiva cantidad de personajes incidentales. En muchos de sus casos simplemente están allí para producir impacto, pero todo es muy efectista. Distraen la atención del lector. No tienen trascendencia narrativa ni profundidad simbólica. A veces, incluso, ni siquiera nos revelan nada nuevo sobre los protagonistas. En una novela corta como ésta, la existencia de más de siete personajes incidentales entorpece el hilo natural de la narración, en lugar de fortalecerlo.

He querido aplazar para el final los pocos defectos de la novela porque no es lo que quiero resaltar en esta reseña. Lo que sí me interesa dejar en claro es que se trata de un libro distinto, con una propuesta original de novela y que plantea una estética alejada del realismo entendido a lo Vargas Llosa. Luiselli tiene una mirada personal que desde su primer libro se hace notar y que se impone, lo que en algunos escritores puede tardar varios libros en concretarse. Al leerla, es como si alguien nos dijera al oído algunas verdades que no esperamos escuchar, que las expresa de manera enfática y muy clara, y que, por encima de todo (y por eso mismo), logra convencerte. Lo que cautiva, en resumen, es que hay alguien detrás de esas palabras que realmente dice las cosas, y no que las adorna o las transforma en algo muy diferente de lo que son. Allí está su mérito y su virtud.

 

 
 
 
© Juan Francisco Ugarte, 2012
 
 
Juan Francisco Ugarte (Lima - Perú, 1988). Estudiante de Literatura de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Paticipó como reseñista y editor en el proyecto virtual Porta9. Ha publicado textos de crítica literaria en revistas como Letras.S5 y El Hablador. Actualmente forma parte del comité editorial de esta revista. 
 
 
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El Hablador 2003-2012 © Todos los derechos reservados | ISSN: 1729-1763
           
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