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Carlos Powell Romanenghi
(Córdoba, Argentina, 1957)

 

Reside en Nicaragua desde 1985. En 1988 ganó el premio de Educación Popular de la Asociación Nicaragüense de Literatura Infantil y Juvenil con el cuento "Un combate ganado", publicado en la colección Los niños queremos cuentos. En 1990, tras la derrota electoral del sandinismo, Powell regresó a Francia, donde dedicó su tiempo al periodismo y la docencia, aunque siempre mantuvo contacto con la realidad nicaragüense, retornando en el año 2000 e instalándose con su familia en la ciudad de Estelí.

 

 

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LOS SEMÁFOROS DE LA POSTMODERNIDAD
(Tiempo estimado de lectura: 14')


Ya iniciado el tercer milenio según el calendario occidental y cristiano, mi ciudad, a pesar de albergar a más de cien mil habitantes, sigue siendo un pueblo grande. Digo esto porque sólo tenía —hasta hace poco— un único semáforo. Además de ser el único, jamás los chicos tuvimos la oportunidad de pararnos a verlo pasar del verde al amarillo, del amarillo al rojo, porque era de ésos que tienen un solo disco y emiten todo el tiempo una luz intermitente, de tal manera que llega un momento en que nadie les presta atención y pasan a formar parte del paisaje urbano.

Además, por no ser un semáforo tricolor, tampoco podíamos experimentar ese orgulloso desafío de atravesar sobre un paso peatonal delante de las narices de los automovilistas, resignados a detenerse, por una vez, ante un ser humano. De hecho, en el cruce de nuestro exclusivo semáforo parpadeante, ni siquiera había pasos peatonales en la calzada: de nada hubieran servido.

Sin embargo, es injusto que diga que aquel semáforo no servía. Sí servía, pero para algo que no tenía nada que ver con su función originaria: era utilizado como una referencia topográfica en las direcciones. "Del semáforo, dos cuadras al este, cien varas al norte, portón verde." O si no, "del semáforo, una cuadra arriba (es decir al este, por donde sube el sol), dos al sur, media abajo (al oeste, por donde baja el sol)". Así, el semáforo servía para algo, pero como cualquier otro edificio o accidente geográfico suficientemente reconocible de todos. Porque así son todas las direcciones no sólo en mi ciudad, sino en toda Nicaragua. No existen las calles numeradas, ni los códigos postales.

Quizá esa función orientadora fue lo que le permitió a este semáforo sobrevivir durante años sin cumplir su verdadera función, cosa que jamás le sería dado a un funcionario público de bajo rango (aunque es exactamente lo contrario con los funcionarios de alto rango). Quiero decir que una vez que el semáforo ocupó un espacio propio en el imaginario colectivo, probablemente la municipalidad consideró mejor conservarlo. Quitarlo hubiera significado graves trastornos que uno no imagina. Comenzando por los empleados de Correos, que distribuían numerosas cartas cuyas direcciones comenzaban con "del semáforo..." Por otro lado, muchas personas que no eran de la ciudad llegaban con esta indicación para buscar ya sea un albergue, un familiar, un amigo, un comercio. En fin, muchas tiendas comerciales tenían toda su publicidad hecha con esta referencia, sin contar la cantidad de tarjetas personales de particulares, empresas o instituciones, impresas en miles de ejemplares.

Entonces, quitar el semáforo no sólo significaba un riesgo político para el alcalde (electo con muy pocos votos de diferencia), sino que probablemente hubiera pasado lo que pasó con numerosísimas referencias topográficas de la ciudad de Managua, que fueron completamente destruidas con el terremoto de 1972, y obligó a la gente a funcionar con una ciudad fantasmagórica y direcciones que comenzaban, por ejemplo, con "De donde fue la gasolinera, dos cuadras al este...". Un detalle folklórico a primera vista, pero que obligaba a los recién llegados a comenzar por averiguar dónde había estado la tal gasolinera. Incluso, en algunos casos, a la manera de las muñequitas rusas, la segunda explicación traía escondida otra referencia ya inexistente por algún otro motivo, sumiendo así al viajante en un laberinto infranqueable de diferentes estratos, algo similar a esos escenarios perturbadoramente metafísicos de Borges, donde el espacio y el tiempo se diluyen caprichosamente. Por esta razón, lo más práctico era subirse a un taxi, recitar la dirección como un loro y confiar en Dios, a riesgo de ser paseado por varios barrios de una ciudad en escombros, antes de llegar a destino. Estas carambólicas direcciones tenían, además, el sorprendente mérito de haber logrado que siguiera existiendo en muchas cabezas lo que hoy llamaríamos una "ciudad virtual", de generación en generación.

Pero en mi ciudad-pueblo no se podía ir voluntariamente hacia tan arriesgados trastornos urbanos, ya que no solamente no habíamos sufrido un terremoto como el de Managua, sino que ostentábamos milagrosamente un único y ya famoso semáforo. Cuando digo famoso no es por ironía. En verdad el semáforo se había transformado en un atractivo turístico, y cualquier visita de la ciudad que se respetara, debía incluir dos puntos especiales dentro del casco urbano: El Semáforo, y La Esquina de la Bomba (los restos de una enorme bomba lanzada por la aviación somocista, que la municipalidad revolucionaria había inmortalizado erigiéndola en monumento en el mismo sitio donde había quedado clavada, sobre una acera). No ver estas dos cosas era como estar en Buenos Aires y no pasar frente al Obelisco, o peor aún, viajar a París y cometer el inconcebible atropello de no ir a ver la Torre Eiffel. Imposible quitar El Semáforo.

Pero un fatídico día de este nuevo milenio, de repente, la municipalidad decidió instalar dos nuevos semáforos, de los de verdad, de tres colores. A pesar de que este anuncio nos llenó de orgullo a todos, y los periodistas locales lo esgrimieron como una de las marcas visibles de nuestra entrada en una nueva era (alguno habló incluso de post-modernidad, sin percatarse de que habíamos visto pasar la modernidad por la vereda de enfrente), yo quiero decir aquí que esos dos nuevos semáforos estuvieron estrechamente vinculados a una de las mayores desgracias de mi vida. Desde entonces, aborrezco cualquier tipo de semáforo, intermitente o tricolor. Ahora que han pasado los años y he tenido la oportunidad de viajar a otros países, me he encontrado hasta con semáforos parlantes, para los ciegos, que dicen "pase ahora", "espere", "no pase". Estoy de acuerdo en que son adelantos extraordinarios de una sociedad respetuosa de las diferencias. Pero aún así, en cualquier ciudad donde esté, nunca atravieso una calle por los pasos peatonales de los semáforos: me quedo a cierta distancia y espero pacientemente a que el flujo de vehículos disminuya y me cuelo a los saltos, como un salvaje que no conoce la post-modernidad, por los resquicios de la circulación. A veces he estado a punto de ser atropellado, o casi he provocado accidentes telescópicos entre varios vehículos, y he sido insultado numerosísimas veces, perseguido por policías en Holanda, multado en Londres y delatado por civiles en Suiza...pero nada de esto me ha ayudado a superar el rencor que siento por los semáforos desde que...
...Yo era estudiante de secundaria y mi padre tenía una posada de cierto renombre, no tanto por su lujo, sino por su antigüedad: "El Mesón". Todos lo conocían, y por eso también era una referencia geográfica. Para que pudiera ganarme unos pesos, mi padre proponía a los turistas que conocieran la ciudad con un guía de confianza, el propio hijo del propietario, qué mejor garantía -les decía- en un país donde la miseria hace crecer el crimen como mala hierba. Para rematar, les refería los dos o tres últimos asaltos a turistas y así, casi todos preferían mis servicios a los de cualquier oferta callejera. Para mayor transparencia, habíamos estampado en un papel a la vista de la clientela las tarifas diarias. Mis amigos sentían una profunda envidia por este trabajo, que funcionaba de maravilla. Yo ni siquiera tenía que buscar los clientes, porque mi padre organizaba los horarios y me los comunicaba en el desayuno. En temporada alta llegaba a tener la semana completa organizada anticipadamente. En poco tiempo tuve recorridos bien armados y aceitados, según que los clientes tuvieran vehículo o no. Pero siempre, magistralmente, concluía mi paseo con el broche de oro —El Semáforo—, al final del día, cuando el incesante parpadeo del disco resultaba más impactante en la penumbra, haciéndolo aparecer como una gigantesca luciérnaga estática.

Hasta que un día, ay, llegó una familia de italianos y cuando me presenté a la habitación a la hora fijada para iniciar la visita, me abrió la puerta una muchacha (después supe que era la hija mayor de la pareja), de quien, al instante, me enamoré perdidamente. Y tengo la íntima convicción de que la llamarada que se encendió en ese segundo nos abarcó a los dos. Yo no pude ni siquiera decir "buenos días", porque me quedé trabado, como un reloj al que se le acaba la pila. Ella, Marina (¡Marina!), después de un instante de silencio, dijo "bon giorno", y se quedó tiesa también mirándome. Quizá fueron segundos, no lo sé. Pero esos segundos son los momentos más intensos que recordaré hasta el día de mi muerte (que, como dije, podría ocurrir en cualquier calle, bajo un vehículo). Una especie de arco voltaico se produjo desde sus ojos verdes hasta los míos negros como el azabache. No quiero describirla en detalles porque me hace mucho daño. Para los cinéfilos puedo ofrecer una pálida analogía: se parecía en algo a Ornella Mutti, pero con la boca más fina, menos carnosa, y por lo tanto menos escandalosamente sexual. Para colmo, debíamos tener la misma edad.

Toda la visita que hice con aquella familia —papá, mamá, hermano menor y Marina-Ojos-Oceánicos (como la bauticé íntimamente)— fue para mí como un dulce suplicio. Aquella tarde, cuando empezaba a caer el sol los conduje, como ya supone el lector, a El Semáforo, mientras en el trayecto iba magnificando con algunas anécdotas el cruce, donde tales y cuales personajes célebres se habían dado cita, donde sucedió aquella sangrienta trifulca o donde había pasado contra la vía Pedrito El Hondureño cargando el botín de aquél mítico atraco simultáneo a todos los bancos. Los padres detuvieron el vehículo alquilado y quisieron descender a sacar unas fotografías, para mostrar en Italia que habían estado en una ciudad nicaragüense donde sólo existía un semáforo. Marina y yo habíamos pasado todo el día mirándonos furtivamente. Mis impulsos sexuales estaban agazapados bajo mi piel como potros listos a salir del corral en estampida. Cada vez que nos mirábamos, el mundo se detenía. Entonces, cuando se bajaron del vehículo, por tácito acuerdo, Marina y yo nos quedamos en el auto. Mientras observábamos a papá tomando las fotos y a mamá comprando un helado al hermanito de Marina, con el corazón en la boca, le dije:

—Volio verte...

—Ío también, pero ¿dove?

Los dos chapuceábamos en itañol y nos entendíamos perfectamente. Entonces, cuando me preguntó dónde vernos, no dudé un instante:

—¡Aquí mismo, en El Semáforo, no te podés perder!

—Va bene, pero no puedo questa sera... el mío papa...¿Domani matina? —propuso.

—Mañana por la matina ío no puedo, devo andare a Managua. Pasado domani al mezzogiorno -contrapropuse, con el cuore a punto de estallar mientras buceaba en sus ojos verdes.
Es que yo no tenía alternativas: Mi padre me enviaba a Managua a recibir en el aeropuerto a unos clientes muy amigos de él, a quienes yo debía ayudar con algunos trámites, luego dejar hospedados en un hotel de su elección y regresar. Era imposible fallarle a mi padre, no me lo perdonaría jamás. Sin embargo, sabía que los italianos se quedaban dos días más en El Mesón. Como bien me lo había aclarado Marina, sus padres no la dejarían salir de noche sola al día siguiente, cuando yo regresara de Managua, y por ello nos dimos cita con un día de por medio, al mezzogiorno.

—D'accordo —dijo la boca de Marina, a la que yo estaba suspendido.

Entusiasmado hasta sentir mareos, estiré la mano y la puse sobre la suya. Ella me sonrió y se acercó. Íbamos a besarnos cuando se oyeron voces cerca del vehículo, y nos apartamos uno del otro sobresaltados como si hubiésemos visto una serpiente, volviendo a nuestras posturas neutras, justo en el momento en que su hermanito entraba con italiano estrépito por la puerta trasera, esgrimiendo provocativamente su helado. Pobre, a su edad no podía adivinar que yo me estaba derritiendo por su hermana, en cuya boca hubiera querido fundirme. En esos momentos mi horizonte se terminaba ahí, en la cita que nos dimos, y me daba la impresión (ahora me doy cuenta de que esa impresión era exacta) de que en ello estaba condensado todo mi futuro.

—Fantástico, Luigi, il semaforo! —exclamaron papá y mamá al unísono, llamándome con mi nombre traducido, y después agregaron: ¿Andiamo a la posada?

Al día siguiente, como estaba previsto, al alba, tomé un bus para Managua. Pero había pasado buena parte de la noche anterior pensando en Marina, de modo que me dormí hasta llegar al aeropuerto, a pesar del increíble bullicio reinante en el habitáculo del transporte público, entre el ajetreo histérico del cobrador, pleitos de pasajeros, gritos de vendedores, y música ranchera a todo volumen. Acompañé distraídamente a los amigos clientes de mi padre, unos franceses que arrastraban las eres por el fondo de la garganta y siseaban igualito a la mofeta frívola y engreída de aquellos dibujos animados que, para enamorar a sus candidatas, siempre les decía "me parrresse que yhà noss hemoss vissto antess, ¿verrrdad?".

Cuando estuve de regreso en la posada, por la noche, averigüé que la familia italiana había salido a cenar. Me quedé montando guardia en el hall, mirando sin ver la televisión hasta que oí las voces tintineantes en la entrada, y fui todo ojos. Los vi pasar y todos me dijeron "¡buona sera, Luigi!", y siguieron por el pasillo hacia los cuartos. Sin embargo, cuando ya estaba por desaparecer, Marina se dio vuelta y sus ojos profundos se detuvieron sobre mí un instante, sonrió levemente, y supe que la cita se mantenía. Si alguien en ese momento me hubiera introducido un alfiler en un brazo, no lo hubiera sentido. Me dormí feliz. El transcurso de la mañana siguiente me pareció un siglo, hasta que se acercó el mediodía. Mi padre me notó tan distraído que hasta bromeó con eso de que "parece que estás enamorado". En lo único que me concentré verdaderamente fue en decirle que tenía una reunión con mis amigos y que almorzaría cualquier cosa por ahí, que no me esperara. Y me fui al semáforo, a nuestra cita. Nunca antes me había sentido como en ese momento, y jamás volví a sentir esa levedad. El mundo era un paraíso, yo era Adán e iba a encontrarme con Eva. Ella me extendería una manzana.

En El Semáforo esperé, ansioso, a Marina. La esperé diez minutos, después media hora. Pensé salir disparado hacia la posada y tratar de saber qué pasaba, pero corría el riesgo de cruzarme con ella en el camino. Por un segundo pensé que se había perdido, pero habiendo un solo semáforo, era imposible. Además, semáforo se dice igual en italiano. Pasó una hora y yo bajo el sol, derritiéndome de verdad esta vez, incapaz de meterme bajo una sombra por el absurdo temor a que Marina no me viera. Pensé que se había arrepentido o que se había burlado de mí, y tuve ganas de llorar. Pensé de todo. No almorcé. Regresé cabizbajo dos horas más tarde a la posada y mi padre me dijo, con aire cómplice, "ajá muchachito, dónde te habías metido, la chica italiana te dejó un sobre, acaban de salir para el aeropuerto". Mi padre no sabía que lo que me estaba diciendo era como si, en una pesadilla, de pronto comenzara a caer hacia el fondo de un abismo. Tomé el sobre y salí a la calle otra vez. En la vereda lo abrí. Decía, solamente: "Luigi, te esperé una hora en el semáforo, Marina."
En ese momento no entendí nada. Pero al regresar a la posada, como si caminara hacia una prisión de la que jamás volvería a salir, vi el periódico del día anterior abierto encima de una mesa del hall, donde anunciaban con gran pompa la instalación de los dos nuevos semáforos. Y precisamente, como eran nuevos, se le rogaba a la población paciencia, porque los primeros días iban a estar funcionando intermitentemente, como el viejo, hasta que fueran regulados definitivamente (como en efecto sucedió). Los titulares hablaban de progreso, de ordenamiento del tránsito, del tercer milenio y, como dije, hasta de ciertas aberraciones como eso de la post-modernidad. Aparecían fotos del alcalde y de otras autoridades sacando pecho, dándose la mano y ofreciendo declaraciones grandilocuentes. Pero nadie, en ningún sitio, mencionaba a una muchacha italiana y un adolescente nicaragüense que se habían perdido de vista por culpa de esos malditos semáforos posmodernos que el destino utilizó, en realidad, para desordenar el tráfico de nuestro amor, que se extravió para siempre en las calles divergentes de nuestras vidas. Pues estoy convencido de que ella se fue a Italia pensando que yo me había burlado de ella: Marina, que no dejó una dirección, jamás me escribió.

Estelí, Nicaragua, enero de 2003

 

© Carlos Powell Romanenghi, 2003 descargar pdf

 

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