LOS
SEMÁFOROS DE LA POSTMODERNIDAD
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Ya
iniciado el tercer milenio según el calendario
occidental y cristiano, mi ciudad, a pesar de albergar
a más de cien mil habitantes, sigue siendo
un pueblo grande. Digo esto porque sólo tenía
hasta hace poco un único semáforo.
Además de ser el único, jamás
los chicos tuvimos la oportunidad de pararnos a verlo
pasar del verde al amarillo, del amarillo al rojo,
porque era de ésos que tienen un solo disco
y emiten todo el tiempo una luz intermitente, de tal
manera que llega un momento en que nadie les presta
atención y pasan a formar parte del paisaje
urbano.
Además,
por no ser un semáforo tricolor, tampoco podíamos
experimentar ese orgulloso desafío de atravesar
sobre un paso peatonal delante de las narices de los
automovilistas, resignados a detenerse, por una vez,
ante un ser humano. De hecho, en el cruce de nuestro
exclusivo semáforo parpadeante, ni siquiera
había pasos peatonales en la calzada: de nada
hubieran servido.
Sin
embargo, es injusto que diga que aquel semáforo
no servía. Sí servía, pero para
algo que no tenía nada que ver con su función
originaria: era utilizado como una referencia topográfica
en las direcciones. "Del semáforo, dos
cuadras al este, cien varas al norte, portón
verde." O si no, "del semáforo, una
cuadra arriba (es decir al este, por donde sube el
sol), dos al sur, media abajo (al oeste, por donde
baja el sol)". Así, el semáforo
servía para algo, pero como cualquier otro
edificio o accidente geográfico suficientemente
reconocible de todos. Porque así son todas
las direcciones no sólo en mi ciudad, sino
en toda Nicaragua. No existen las calles numeradas,
ni los códigos postales.
Quizá
esa función orientadora fue lo que le permitió
a este semáforo sobrevivir durante años
sin cumplir su verdadera función, cosa que
jamás le sería dado a un funcionario
público de bajo rango (aunque es exactamente
lo contrario con los funcionarios de alto rango).
Quiero decir que una vez que el semáforo ocupó
un espacio propio en el imaginario colectivo, probablemente
la municipalidad consideró mejor conservarlo.
Quitarlo hubiera significado graves trastornos que
uno no imagina. Comenzando por los empleados de Correos,
que distribuían numerosas cartas cuyas direcciones
comenzaban con "del semáforo..."
Por otro lado, muchas personas que no eran de la ciudad
llegaban con esta indicación para buscar ya
sea un albergue, un familiar, un amigo, un comercio.
En fin, muchas tiendas comerciales tenían toda
su publicidad hecha con esta referencia, sin contar
la cantidad de tarjetas personales de particulares,
empresas o instituciones, impresas en miles de ejemplares.
Entonces,
quitar el semáforo no sólo significaba
un riesgo político para el alcalde (electo
con muy pocos votos de diferencia), sino que probablemente
hubiera pasado lo que pasó con numerosísimas
referencias topográficas de la ciudad de Managua,
que fueron completamente destruidas con el terremoto
de 1972, y obligó a la gente a funcionar con
una ciudad fantasmagórica y direcciones que
comenzaban, por ejemplo, con "De donde fue la
gasolinera, dos cuadras al este...". Un detalle
folklórico a primera vista, pero que obligaba
a los recién llegados a comenzar por averiguar
dónde había estado la tal gasolinera.
Incluso, en algunos casos, a la manera de las muñequitas
rusas, la segunda explicación traía
escondida otra referencia ya inexistente por algún
otro motivo, sumiendo así al viajante en un
laberinto infranqueable de diferentes estratos, algo
similar a esos escenarios perturbadoramente metafísicos
de Borges, donde el espacio y el tiempo se diluyen
caprichosamente. Por esta razón, lo más
práctico era subirse a un taxi, recitar la
dirección como un loro y confiar en Dios, a
riesgo de ser paseado por varios barrios de una ciudad
en escombros, antes de llegar a destino. Estas carambólicas
direcciones tenían, además, el sorprendente
mérito de haber logrado que siguiera existiendo
en muchas cabezas lo que hoy llamaríamos una
"ciudad virtual", de generación en
generación.
Pero
en mi ciudad-pueblo no se podía ir voluntariamente
hacia tan arriesgados trastornos urbanos, ya que no
solamente no habíamos sufrido un terremoto
como el de Managua, sino que ostentábamos milagrosamente
un único y ya famoso semáforo. Cuando
digo famoso no es por ironía. En verdad el
semáforo se había transformado en un
atractivo turístico, y cualquier visita de
la ciudad que se respetara, debía incluir dos
puntos especiales dentro del casco urbano: El Semáforo,
y La Esquina de la Bomba (los restos de una enorme
bomba lanzada por la aviación somocista, que
la municipalidad revolucionaria había inmortalizado
erigiéndola en monumento en el mismo sitio
donde había quedado clavada, sobre una acera).
No ver estas dos cosas era como estar en Buenos Aires
y no pasar frente al Obelisco, o peor aún,
viajar a París y cometer el inconcebible atropello
de no ir a ver la Torre Eiffel. Imposible quitar El
Semáforo.
Pero
un fatídico día de este nuevo milenio,
de repente, la municipalidad decidió instalar
dos nuevos semáforos, de los de verdad, de
tres colores. A pesar de que este anuncio nos llenó
de orgullo a todos, y los periodistas locales lo esgrimieron
como una de las marcas visibles de nuestra entrada
en una nueva era (alguno habló incluso de post-modernidad,
sin percatarse de que habíamos visto pasar
la modernidad por la vereda de enfrente), yo quiero
decir aquí que esos dos nuevos semáforos
estuvieron estrechamente vinculados a una de las mayores
desgracias de mi vida. Desde entonces, aborrezco cualquier
tipo de semáforo, intermitente o tricolor.
Ahora que han pasado los años y he tenido la
oportunidad de viajar a otros países, me he
encontrado hasta con semáforos parlantes, para
los ciegos, que dicen "pase ahora", "espere",
"no pase". Estoy de acuerdo en que son adelantos
extraordinarios de una sociedad respetuosa de las
diferencias. Pero aún así, en cualquier
ciudad donde esté, nunca atravieso una calle
por los pasos peatonales de los semáforos:
me quedo a cierta distancia y espero pacientemente
a que el flujo de vehículos disminuya y me
cuelo a los saltos, como un salvaje que no conoce
la post-modernidad, por los resquicios de la circulación.
A veces he estado a punto de ser atropellado, o casi
he provocado accidentes telescópicos entre
varios vehículos, y he sido insultado numerosísimas
veces, perseguido por policías en Holanda,
multado en Londres y delatado por civiles en Suiza...pero
nada de esto me ha ayudado a superar el rencor que
siento por los semáforos desde que...
...Yo era estudiante de secundaria y mi padre tenía
una posada de cierto renombre, no tanto por su lujo,
sino por su antigüedad: "El Mesón".
Todos lo conocían, y por eso también
era una referencia geográfica. Para que pudiera
ganarme unos pesos, mi padre proponía a los
turistas que conocieran la ciudad con un guía
de confianza, el propio hijo del propietario, qué
mejor garantía -les decía- en un país
donde la miseria hace crecer el crimen como mala hierba.
Para rematar, les refería los dos o tres últimos
asaltos a turistas y así, casi todos preferían
mis servicios a los de cualquier oferta callejera.
Para mayor transparencia, habíamos estampado
en un papel a la vista de la clientela las tarifas
diarias. Mis amigos sentían una profunda envidia
por este trabajo, que funcionaba de maravilla. Yo
ni siquiera tenía que buscar los clientes,
porque mi padre organizaba los horarios y me los comunicaba
en el desayuno. En temporada alta llegaba a tener
la semana completa organizada anticipadamente. En
poco tiempo tuve recorridos bien armados y aceitados,
según que los clientes tuvieran vehículo
o no. Pero siempre, magistralmente, concluía
mi paseo con el broche de oro El Semáforo,
al final del día, cuando el incesante parpadeo
del disco resultaba más impactante en la penumbra,
haciéndolo aparecer como una gigantesca luciérnaga
estática.
Hasta
que un día, ay, llegó una familia de
italianos y cuando me presenté a la habitación
a la hora fijada para iniciar la visita, me abrió
la puerta una muchacha (después supe que era
la hija mayor de la pareja), de quien, al instante,
me enamoré perdidamente. Y tengo la íntima
convicción de que la llamarada que se encendió
en ese segundo nos abarcó a los dos. Yo no
pude ni siquiera decir "buenos días",
porque me quedé trabado, como un reloj al que
se le acaba la pila. Ella, Marina (¡Marina!),
después de un instante de silencio, dijo "bon
giorno", y se quedó tiesa también
mirándome. Quizá fueron segundos, no
lo sé. Pero esos segundos son los momentos
más intensos que recordaré hasta el
día de mi muerte (que, como dije, podría
ocurrir en cualquier calle, bajo un vehículo).
Una especie de arco voltaico se produjo desde sus
ojos verdes hasta los míos negros como el azabache.
No quiero describirla en detalles porque me hace mucho
daño. Para los cinéfilos puedo ofrecer
una pálida analogía: se parecía
en algo a Ornella Mutti, pero con la boca más
fina, menos carnosa, y por lo tanto menos escandalosamente
sexual. Para colmo, debíamos tener la misma
edad.
Toda
la visita que hice con aquella familia papá,
mamá, hermano menor y Marina-Ojos-Oceánicos
(como la bauticé íntimamente)
fue para mí como un dulce suplicio. Aquella
tarde, cuando empezaba a caer el sol los conduje,
como ya supone el lector, a El Semáforo, mientras
en el trayecto iba magnificando con algunas anécdotas
el cruce, donde tales y cuales personajes célebres
se habían dado cita, donde sucedió aquella
sangrienta trifulca o donde había pasado contra
la vía Pedrito El Hondureño cargando
el botín de aquél mítico atraco
simultáneo a todos los bancos. Los padres detuvieron
el vehículo alquilado y quisieron descender
a sacar unas fotografías, para mostrar en Italia
que habían estado en una ciudad nicaragüense
donde sólo existía un semáforo.
Marina y yo habíamos pasado todo el día
mirándonos furtivamente. Mis impulsos sexuales
estaban agazapados bajo mi piel como potros listos
a salir del corral en estampida. Cada vez que nos
mirábamos, el mundo se detenía. Entonces,
cuando se bajaron del vehículo, por tácito
acuerdo, Marina y yo nos quedamos en el auto. Mientras
observábamos a papá tomando las fotos
y a mamá comprando un helado al hermanito de
Marina, con el corazón en la boca, le dije:
Volio
verte...
Ío
también, pero ¿dove?
Los
dos chapuceábamos en itañol y nos entendíamos
perfectamente. Entonces, cuando me preguntó
dónde vernos, no dudé un instante:
¡Aquí
mismo, en El Semáforo, no te podés perder!
Va
bene, pero no puedo questa sera... el mío papa...¿Domani
matina? propuso.
Mañana
por la matina ío no puedo, devo andare a Managua.
Pasado domani al mezzogiorno -contrapropuse, con el
cuore a punto de estallar mientras buceaba en sus
ojos verdes.
Es que yo no tenía alternativas: Mi padre me
enviaba a Managua a recibir en el aeropuerto a unos
clientes muy amigos de él, a quienes yo debía
ayudar con algunos trámites, luego dejar hospedados
en un hotel de su elección y regresar. Era
imposible fallarle a mi padre, no me lo perdonaría
jamás. Sin embargo, sabía que los italianos
se quedaban dos días más en El Mesón.
Como bien me lo había aclarado Marina, sus
padres no la dejarían salir de noche sola al
día siguiente, cuando yo regresara de Managua,
y por ello nos dimos cita con un día de por
medio, al mezzogiorno.
D'accordo
dijo la boca de Marina, a la que yo estaba suspendido.
Entusiasmado
hasta sentir mareos, estiré la mano y la puse
sobre la suya. Ella me sonrió y se acercó.
Íbamos a besarnos cuando se oyeron voces cerca
del vehículo, y nos apartamos uno del otro
sobresaltados como si hubiésemos visto una
serpiente, volviendo a nuestras posturas neutras,
justo en el momento en que su hermanito entraba con
italiano estrépito por la puerta trasera, esgrimiendo
provocativamente su helado. Pobre, a su edad no podía
adivinar que yo me estaba derritiendo por su hermana,
en cuya boca hubiera querido fundirme. En esos momentos
mi horizonte se terminaba ahí, en la cita que
nos dimos, y me daba la impresión (ahora me
doy cuenta de que esa impresión era exacta)
de que en ello estaba condensado todo mi futuro.
Fantástico,
Luigi, il semaforo! exclamaron papá y
mamá al unísono, llamándome con
mi nombre traducido, y después agregaron: ¿Andiamo
a la posada?
Al
día siguiente, como estaba previsto, al alba,
tomé un bus para Managua. Pero había
pasado buena parte de la noche anterior pensando en
Marina, de modo que me dormí hasta llegar al
aeropuerto, a pesar del increíble bullicio
reinante en el habitáculo del transporte público,
entre el ajetreo histérico del cobrador, pleitos
de pasajeros, gritos de vendedores, y música
ranchera a todo volumen. Acompañé distraídamente
a los amigos clientes de mi padre, unos franceses
que arrastraban las eres por el fondo de la garganta
y siseaban igualito a la mofeta frívola y engreída
de aquellos dibujos animados que, para enamorar a
sus candidatas, siempre les decía "me
parrresse que yhà noss hemoss vissto antess,
¿verrrdad?".
Cuando
estuve de regreso en la posada, por la noche, averigüé
que la familia italiana había salido a cenar.
Me quedé montando guardia en el hall, mirando
sin ver la televisión hasta que oí las
voces tintineantes en la entrada, y fui todo ojos.
Los vi pasar y todos me dijeron "¡buona
sera, Luigi!", y siguieron por el pasillo hacia
los cuartos. Sin embargo, cuando ya estaba por desaparecer,
Marina se dio vuelta y sus ojos profundos se detuvieron
sobre mí un instante, sonrió levemente,
y supe que la cita se mantenía. Si alguien
en ese momento me hubiera introducido un alfiler en
un brazo, no lo hubiera sentido. Me dormí feliz.
El transcurso de la mañana siguiente me pareció
un siglo, hasta que se acercó el mediodía.
Mi padre me notó tan distraído que hasta
bromeó con eso de que "parece que estás
enamorado". En lo único que me concentré
verdaderamente fue en decirle que tenía una
reunión con mis amigos y que almorzaría
cualquier cosa por ahí, que no me esperara.
Y me fui al semáforo, a nuestra cita. Nunca
antes me había sentido como en ese momento,
y jamás volví a sentir esa levedad.
El mundo era un paraíso, yo era Adán
e iba a encontrarme con Eva. Ella me extendería
una manzana.
En
El Semáforo esperé, ansioso, a Marina.
La esperé diez minutos, después media
hora. Pensé salir disparado hacia la posada
y tratar de saber qué pasaba, pero corría
el riesgo de cruzarme con ella en el camino. Por un
segundo pensé que se había perdido,
pero habiendo un solo semáforo, era imposible.
Además, semáforo se dice igual en italiano.
Pasó una hora y yo bajo el sol, derritiéndome
de verdad esta vez, incapaz de meterme bajo una sombra
por el absurdo temor a que Marina no me viera. Pensé
que se había arrepentido o que se había
burlado de mí, y tuve ganas de llorar. Pensé
de todo. No almorcé. Regresé cabizbajo
dos horas más tarde a la posada y mi padre
me dijo, con aire cómplice, "ajá
muchachito, dónde te habías metido,
la chica italiana te dejó un sobre, acaban
de salir para el aeropuerto". Mi padre no sabía
que lo que me estaba diciendo era como si, en una
pesadilla, de pronto comenzara a caer hacia el fondo
de un abismo. Tomé el sobre y salí a
la calle otra vez. En la vereda lo abrí. Decía,
solamente: "Luigi, te esperé una hora
en el semáforo, Marina."
En ese momento no entendí nada. Pero al regresar
a la posada, como si caminara hacia una prisión
de la que jamás volvería a salir, vi
el periódico del día anterior abierto
encima de una mesa del hall, donde anunciaban con
gran pompa la instalación de los dos nuevos
semáforos. Y precisamente, como eran nuevos,
se le rogaba a la población paciencia, porque
los primeros días iban a estar funcionando
intermitentemente, como el viejo, hasta que fueran
regulados definitivamente (como en efecto sucedió).
Los titulares hablaban de progreso, de ordenamiento
del tránsito, del tercer milenio y, como dije,
hasta de ciertas aberraciones como eso de la post-modernidad.
Aparecían fotos del alcalde y de otras autoridades
sacando pecho, dándose la mano y ofreciendo
declaraciones grandilocuentes. Pero nadie, en ningún
sitio, mencionaba a una muchacha italiana y un adolescente
nicaragüense que se habían perdido de
vista por culpa de esos malditos semáforos
posmodernos que el destino utilizó, en realidad,
para desordenar el tráfico de nuestro amor,
que se extravió para siempre en las calles
divergentes de nuestras vidas. Pues estoy convencido
de que ella se fue a Italia pensando que yo me había
burlado de ella: Marina, que no dejó una dirección,
jamás me escribió.
Estelí,
Nicaragua, enero de 2003
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