AMIR
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Luego
lo entendí, Ani: la frustración se convierte
en ansiedad. Sabías interpretar el deseo en
los gestos de los hombres y generalmente, respondías
con miradas desafiantes. Dominabas la coquetería,
tal vez fue lo primero y lo que aprendiste mejor.
Pero nunca supiste descifrar la expresión de
mis ojos; simplemente, te parecía una persona
contrariada.
Muchas veces, desde mi furtivo refugio, te observé
ingerir puñados de tranquilizantes luego de
cada borrachera para caer en la hondura de un sueño
parecido a la muerte. También vi el espectáculo
de tus despertares en las tardes: desperezarte y caminar
sobre el piso de la sórdida habitación
de paredes manchadas con la salvaje obscenidad de
los parroquianos.
Pero había algo impoluto en tus maneras...
¿O me engaño? Con el tiempo modificamos
el pasado. Para bien o para mal, el único recuerdo
que guardo de ti es el que siempre recreo.
Tus
gestos, tu timbre de voz y tus palabras han permanecido
como un registro indeleble; un lugar al que siempre
regreso.
Cuando estabas sobria, parecías iluminada por
los colores de la delicadeza. Tu timbre de voz era
agudo y sobrio como el de las mujeres refinadas que
luego conocí. A diferencia de las demás
nunca te escuché gritar y tu piel siempre lucía
bronceada.
Ani, en otra época, limpiar mesas y servir
cervezas parecía una labor aceptable. La vulgaridad
estridente de los hombres no me molestaba. A veces,
me sentaba a escucharlos hablar. Mientras la luz tenue
y ambarina nos alumbraba, ellos alardeaban sobre supuestos
logros sexuales, financieros o narraban grandes peleas
con el lenguaje pedestre de hazañas menores.
Luego, preguntaban por alguna mujer. Por lo general,
respondía; excepto cuando se trataba de ti.
En una ocasión, alguien notó un silencio
seco en mi respuesta y preguntó: "¿Qué?
¿Estás enamorado de la puta?".
Nunca una burla me ofendió más.
En
los días en que no había clientela ustedes
bailaban. Nunca he visto nada más sensual.
Un grupo de mujeres casi desvestidas, sonrientes y
solas. Con el paso del tiempo he creído que
eran una versión nueva de las bacantes. ¿Y
por qué no? Las diferencias parecen secundarias.
Era probable que ustedes no conocieran a su Dionisio
o que yo fuera un Dionisio demasiado débil
y menor.
Ya
de adulto, el tiempo me ha permitido ver la escena
repetida en una de mis amantes. Ella bailaba desnuda
mientras yo la contemplaba desde cierta distancia.
El mismo deleite, Ani, el mismo placer de ver a una
mujer poseída por la alegría.
Mi
madre te quiso mucho. Decía que eras la más
honrada. Aunque ella, tú lo sabes, les daba
a todas un trato complaciente. Todavía recuerdo
las celebraciones del día de navidad. Las recuerdo
llorar al abrir los regalos; las recuerdo comer y
luego embriagarse para llorar nuevamente. Mi madre
a veces las abrazaba y lloraba con ustedes. Allí
aprendí que la solidaridad es más probable
y frecuente entre las mujeres.
Por
lo demás, mi madre había dispuesto las
cosas correctamente. Ella manejaba la caja y la entrega
de cervezas y yo atendía las mesas; el negro
Felipe se encargaba de cuidar la puerta; ustedes llamaban
a los parroquianos. Era un buen negocio. Teníamos
un cuarto para los usos del caso. Los policías
cobraban a cierta hora de la noche y luego se marchaban.
Cuando la bolsa no era suficiente, cerraban el bar
y las cargaban a todas.
Pero
la frustración no la conocí allí.
Por ejemplo, yo no odiaba a mi padre a pesar de su
desenfrenado alcoholismo. Mi padre, tú lo sabes,
era una ausencia feliz. A veces desaparecía
durante semanas y cuando regresaba, armaba escándalos
brutales, tomaba un poco de dinero y se marchaba.
Era simpático cuando se mantenía sobrio.
Según me dijeron, en otra época fue
un buen albañil. En verdad, nunca supe a qué
se dedicó.
La
frustración la conocí gracias a ti,
Ani.
La
primera vez que te vi con el individuo de anteojos
redondos, adiviné una disposición especial.
Tu timbre de voz y tu sonrisa eran distintos. Mi aptitud
para reconocer la debilidad es innata. Cuando las
visitas se repitieron, el enamoramiento era casi una
certeza. Luego vino una transformación que
se tradujo en el consumo excesivo de cigarrillos y
en una apatía que preocupó a mi madre."¿Qué?
¿Ani ya no quiere trabajar?". Habías
renunciado atender a nadie que no fuese el individuo
de anteojos. Tu actitud era producto de la disciplina
que nos impone el amor.
Un
día, mi madre te preguntó:
—¿Qué
te ha prometido el tipo?
—Señora,
nos vamos a ir a vivir a otro país.
—¿Ah
si? ¡Qué extraño! ¿Y en
qué trabaja se puede saber?
Y
no tuviste alternativa, sino decir la verdad:
—No
lo sé, señora.
—¿Y
así piensas que te llevará a otro país?
Vamos, Ani, no eres una niña: los hombres son
una mierda. Piénsalo, hija.
Pero
ahora entiendo que nada te iba a persuadir de que
te alejaras del tipo ¿Qué es, Ani, lo
que nos permite volver a creer cuando todo es tan
oscuro? Sin duda alguna, la esperanza.
Transcurrieron
varias semanas y mi madre preguntó:
—¿Y
tú que esperas, Ani?
—No
lo sé, señora. Algo que no sea esto....
—giraste la cabeza y miraste alrededor
—Tú
eres parte de esto, Ani.
Te
quedaste en silencio.
-Ojalá
que te funcione, Ani, pero te estás volviendo
una carga. Lo he estado pensando y quiero que te vayas.
Y
entonces, te desvaneciste.
—¡Levántala
Felipe! —gritó mi madre. Yo también
ayudé a recogerte. La caída fue salvaje.
Parecía que te habías desprendido de
ti misma. Y de algún modo ese día perdiste
el equilibrio para siempre.
—¿Ani,
has comido? —preguntó mi madre. Y tú
apenas recobrándote respondiste:
—No,
señora.
—Y
tu marido ¿Dónde está tu marido?
—Hace
una semana no lo veo..
—¿Qué
pasa?
—Le
dije que estaba embarazada
—¿Y
que te dijo?
—Que
no pensaba tener hijos con una puta.
Luego
sucedió lo obvio: no hubo ningún hijo.
Se perdió en circunstancias tan oscuras como
su padre. Sin embargo, la ausencia de los dos se llevó
algo de ti, Ani. Volviste a embriagarte hasta quedar
tan borracha que nunca sabías como había
terminado la noche. Pero aún eras joven. Cualquier
esmero en destruirte no había surtido efecto
del todo.
He
sido fiel a mis gustos, Ani. ¿Acaso nuestro
corazón no lleva las marcas de nuestro pasado?
Las mas profundas, Ani, las más difíciles
de borrar.
Cuando taladré la pared del cuarto para mirarte
dormir o hacer el amor tenía trece años.
En los veranos, recuerdo tu cuerpo extendido y desnudo
reposando en las tardes. ¡Ah Ani! Ese era el
momento del esplendor. Tu imagen fue lo primero bello
y excitante que contemplaron mis ojos.
Esa
tarde, debí advertir el movimiento extraño
de tu cuerpo, la impostura de tus movimientos. Cuando
abriste la puerta del cuarto y saliste, esperé
a que regresaras y al demorar no me extrañé,
seguí aguardando desde el otro lado de la pared
tu retorno. Recostado, esperé hasta que vi
tus sandalias frente a mis ojos.
—¿Quieres
ver algo? —me preguntaste
Y
yo a pesar de haber habitado la corrosión me
intimidé, me quedé callado , miré
al piso, no contesté nada.
—Ven
—me dijiste. Hablaste con tanta seguridad que
solamente me levanté y te seguí. Caminaste
despacio hacia el cuarto. En el bar transcurría
la tarde silenciosa, no había nadie, ni mi
madre ni Felipe. Abriste la puerta y me hiciste pasar.
Me quedé quieto en la esquina y luego te miré
algo sorprendido.
—Cierra
la puerta.
Yo
obedecí y luego regresé al rincón.
—¿Qué
quieres ver? —me preguntaste.
Yo
enmudecí por un momento y te miré. Entonces
te erguiste y te desabrochaste la blusa, abriste tu
falda y sutil, pero rápidamente quedaste desnuda.
—¿Quieres
ver esto? —me preguntaste
Yo
en un arranque de valor , asentí primero con
la cabeza y luego afirmé:
—Sí,
Ani, es lo que he querido ver, siempre lo he querido
ver.
—Lo
puedes ver —me dijiste, pero no lo puedes tocar.
Y
te miré tímidamente y tú me respondiste
con tus ojos fijos.
—Lo
puedes ver, pero no lo puedes tocar.
—¿Porque
no puedo tocar? —te pregunté
—Porque
no eres todavía un hombre, cuando seas un hombre
puedes venir y tirarme. Pero cuando seas un hombre
ya no te gustaré. Ahora vete y no me espíes
más carajo que le voy a decir a tu madre que
has hecho ese hueco en la pared!
¿Fue
allí que empezó mi alejamiento? Yo creo
que sí. Cuando atendía las mesas, casi
no podía mirarte a los ojos. Tampoco te fijabas
en mi. Había sido expulsado del alcance de
tus ojos. No hubo peor castigo. El verdadero vacío
está en el silencio.
Ani, cuando lo recuerdo aún me apeno. Con el
tiempo perdemos la vergüenza, pero yo aún
era muy joven.
Me
he pasado el tiempo intentando explicar algunas cosas
de mi existencia ¿Cómo explicar que
un día desaparecieras? Porque desapareciste
sin explicaciones. Poco tiempo después, el
negocio cerró, ya no era rentable. Mi madre
pagaba un cupo muy fuerte. Aparecieron otros bares
semejantes al nuestro, no pudimos soportar por mucho
tiempo más la competencia. Pero mi madre había
ahorrado lo suficiente y viajó a los Estados
Unidos, allí trabajaba y mandaba una remesa.
Yo asistía a una parroquia, regentada por jesuitas.
He aquí la parte de la historia que puede resultar
increíble. Sí, Ani, allí empezó
la gran flexión. He sido salvado, pero mi máximo
fracaso es no haberte podido salvar. Los jesuitas
reclutaron gente en el barrio y yo me uní.
Con el tiempo mi disposición para el trabajo
y mis aptitudes para el aprendizaje les agradaron.
Financiaron mi educación y me permitieron ingresar
en la institución.
Luego
me enteré de tus desventuras (porque aún
veía al negro Felipe): En el cuarto de un hotel
te destrozaron un velador en la cabeza. Me dijeron
que habías perdido dos dientes y que tu nariz
había sido desfigurada. Me contaron que en
una borrachera habías sido violada por varios
tipos al mismo tiempo.
Felipe
me indicó cómo encontrarte y nunca me
atreví a buscarte. Con su estilo servicial
y un poco ladino, el negro me dijo:
—Si
quieres te acompaño.
Pero
nunca regresé. ¿Qué te iba a
decir? ¿Cómo podría haberte ayudado?
Lo demás eran palabras, casi fantasías.
Ani, ahora entiendo que fue una dosis de cobardía
y otra dosis de falta de imaginación. Mis carencias,
Ani, no eran tan claras como ahora. Sólo quise
ocultarme. Poco a poco quise desligarme de ese pasado
hasta que se volviera remoto.
Tres años más tarde, Felipe me visitó
y me contó que habías sido asesinada
por un proxeneta. En una borrachera te arrojaron desde
un segundo piso. Sólo atiné a caminar
y rezar por ti, largamente. Ese día lloré.
¿Quién no llora, Ani? Además,
me sentí otra vez un adolescente.
Todo
los días como hoy te traigo unas flores y me
detengo a recordarte. Cada año, creo que el
viento de la tarde se vuelve más frío,
que el cementerio es más abierto. ¡Quién
como tú, Ani, sólo fuiste joven! Nunca
supiste lo que significa este deterioro, el deterioro
natural de los años. Y yo nunca sabré
lo que es el amor en esa intensidad, porque para querer
de esa manera hay que volver a tener una pureza que
el tiempo siempre se lleva.
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