Escríbale al autor

Gabriel Icochea
(
Lima, 1967)

 

Ha cursado estudios de Filosofía y ha trabajado temas de filosofía práctica y de ciencias sociales. Publica desde los años ochentas en diferentes diarios: La República, La voz y El Peruano. En este último diario colabora desde el año 90. En todos ha publicado en el área de inactuales textos de difusión cultural. Se encuentra en el proceso de publicación de sus artículos bajo el título de Occidente desde la periferia. Acaba de publicar su primer libro de cuentos.

 

 

 

 
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AMIR
(Tiempo estimado de lectura: 10')


Luego lo entendí, Ani: la frustración se convierte en ansiedad. Sabías interpretar el deseo en los gestos de los hombres y generalmente, respondías con miradas desafiantes. Dominabas la coquetería, tal vez fue lo primero y lo que aprendiste mejor. Pero nunca supiste descifrar la expresión de mis ojos; simplemente, te parecía una persona contrariada.

Muchas veces, desde mi furtivo refugio, te observé ingerir puñados de tranquilizantes luego de cada borrachera para caer en la hondura de un sueño parecido a la muerte. También vi el espectáculo de tus despertares en las tardes: desperezarte y caminar sobre el piso de la sórdida habitación de paredes manchadas con la salvaje obscenidad de los parroquianos.
Pero había algo impoluto en tus maneras... ¿O me engaño? Con el tiempo modificamos el pasado. Para bien o para mal, el único recuerdo que guardo de ti es el que siempre recreo.

Tus gestos, tu timbre de voz y tus palabras han permanecido como un registro indeleble; un lugar al que siempre regreso.
Cuando estabas sobria, parecías iluminada por los colores de la delicadeza. Tu timbre de voz era agudo y sobrio como el de las mujeres refinadas que luego conocí. A diferencia de las demás nunca te escuché gritar y tu piel siempre lucía bronceada.
Ani, en otra época, limpiar mesas y servir cervezas parecía una labor aceptable. La vulgaridad estridente de los hombres no me molestaba. A veces, me sentaba a escucharlos hablar. Mientras la luz tenue y ambarina nos alumbraba, ellos alardeaban sobre supuestos logros sexuales, financieros o narraban grandes peleas con el lenguaje pedestre de hazañas menores. Luego, preguntaban por alguna mujer. Por lo general, respondía; excepto cuando se trataba de ti. En una ocasión, alguien notó un silencio seco en mi respuesta y preguntó: "¿Qué? ¿Estás enamorado de la puta?". Nunca una burla me ofendió más.

En los días en que no había clientela ustedes bailaban. Nunca he visto nada más sensual. Un grupo de mujeres casi desvestidas, sonrientes y solas. Con el paso del tiempo he creído que eran una versión nueva de las bacantes. ¿Y por qué no? Las diferencias parecen secundarias. Era probable que ustedes no conocieran a su Dionisio o que yo fuera un Dionisio demasiado débil y menor.

Ya de adulto, el tiempo me ha permitido ver la escena repetida en una de mis amantes. Ella bailaba desnuda mientras yo la contemplaba desde cierta distancia. El mismo deleite, Ani, el mismo placer de ver a una mujer poseída por la alegría.

Mi madre te quiso mucho. Decía que eras la más honrada. Aunque ella, tú lo sabes, les daba a todas un trato complaciente. Todavía recuerdo las celebraciones del día de navidad. Las recuerdo llorar al abrir los regalos; las recuerdo comer y luego embriagarse para llorar nuevamente. Mi madre a veces las abrazaba y lloraba con ustedes. Allí aprendí que la solidaridad es más probable y frecuente entre las mujeres.

Por lo demás, mi madre había dispuesto las cosas correctamente. Ella manejaba la caja y la entrega de cervezas y yo atendía las mesas; el negro Felipe se encargaba de cuidar la puerta; ustedes llamaban a los parroquianos. Era un buen negocio. Teníamos un cuarto para los usos del caso. Los policías cobraban a cierta hora de la noche y luego se marchaban. Cuando la bolsa no era suficiente, cerraban el bar y las cargaban a todas.

Pero la frustración no la conocí allí. Por ejemplo, yo no odiaba a mi padre a pesar de su desenfrenado alcoholismo. Mi padre, tú lo sabes, era una ausencia feliz. A veces desaparecía durante semanas y cuando regresaba, armaba escándalos brutales, tomaba un poco de dinero y se marchaba. Era simpático cuando se mantenía sobrio. Según me dijeron, en otra época fue un buen albañil. En verdad, nunca supe a qué se dedicó.

La frustración la conocí gracias a ti, Ani.

La primera vez que te vi con el individuo de anteojos redondos, adiviné una disposición especial. Tu timbre de voz y tu sonrisa eran distintos. Mi aptitud para reconocer la debilidad es innata. Cuando las visitas se repitieron, el enamoramiento era casi una certeza. Luego vino una transformación que se tradujo en el consumo excesivo de cigarrillos y en una apatía que preocupó a mi madre."¿Qué? ¿Ani ya no quiere trabajar?". Habías renunciado atender a nadie que no fuese el individuo de anteojos. Tu actitud era producto de la disciplina que nos impone el amor.

Un día, mi madre te preguntó:

—¿Qué te ha prometido el tipo?

—Señora, nos vamos a ir a vivir a otro país.

—¿Ah si? ¡Qué extraño! ¿Y en qué trabaja se puede saber?

Y no tuviste alternativa, sino decir la verdad:

—No lo sé, señora.

—¿Y así piensas que te llevará a otro país? Vamos, Ani, no eres una niña: los hombres son una mierda. Piénsalo, hija.

Pero ahora entiendo que nada te iba a persuadir de que te alejaras del tipo ¿Qué es, Ani, lo que nos permite volver a creer cuando todo es tan oscuro? Sin duda alguna, la esperanza.

Transcurrieron varias semanas y mi madre preguntó:

—¿Y tú que esperas, Ani?

—No lo sé, señora. Algo que no sea esto.... —giraste la cabeza y miraste alrededor

—Tú eres parte de esto, Ani.

Te quedaste en silencio.

-Ojalá que te funcione, Ani, pero te estás volviendo una carga. Lo he estado pensando y quiero que te vayas.

Y entonces, te desvaneciste.

—¡Levántala Felipe! —gritó mi madre. Yo también ayudé a recogerte. La caída fue salvaje. Parecía que te habías desprendido de ti misma. Y de algún modo ese día perdiste el equilibrio para siempre.

—¿Ani, has comido? —preguntó mi madre. Y tú apenas recobrándote respondiste:

—No, señora.

—Y tu marido ¿Dónde está tu marido?

—Hace una semana no lo veo..

—¿Qué pasa?

—Le dije que estaba embarazada

—¿Y que te dijo?

—Que no pensaba tener hijos con una puta.

Luego sucedió lo obvio: no hubo ningún hijo. Se perdió en circunstancias tan oscuras como su padre. Sin embargo, la ausencia de los dos se llevó algo de ti, Ani. Volviste a embriagarte hasta quedar tan borracha que nunca sabías como había terminado la noche. Pero aún eras joven. Cualquier esmero en destruirte no había surtido efecto del todo.

He sido fiel a mis gustos, Ani. ¿Acaso nuestro corazón no lleva las marcas de nuestro pasado? Las mas profundas, Ani, las más difíciles de borrar.

Cuando taladré la pared del cuarto para mirarte dormir o hacer el amor tenía trece años. En los veranos, recuerdo tu cuerpo extendido y desnudo reposando en las tardes. ¡Ah Ani! Ese era el momento del esplendor. Tu imagen fue lo primero bello y excitante que contemplaron mis ojos.

Esa tarde, debí advertir el movimiento extraño de tu cuerpo, la impostura de tus movimientos. Cuando abriste la puerta del cuarto y saliste, esperé a que regresaras y al demorar no me extrañé, seguí aguardando desde el otro lado de la pared tu retorno. Recostado, esperé hasta que vi tus sandalias frente a mis ojos.

—¿Quieres ver algo? —me preguntaste

Y yo a pesar de haber habitado la corrosión me intimidé, me quedé callado , miré al piso, no contesté nada.

—Ven —me dijiste. Hablaste con tanta seguridad que solamente me levanté y te seguí. Caminaste despacio hacia el cuarto. En el bar transcurría la tarde silenciosa, no había nadie, ni mi madre ni Felipe. Abriste la puerta y me hiciste pasar. Me quedé quieto en la esquina y luego te miré algo sorprendido.

—Cierra la puerta.

Yo obedecí y luego regresé al rincón.

—¿Qué quieres ver? —me preguntaste.

Yo enmudecí por un momento y te miré. Entonces te erguiste y te desabrochaste la blusa, abriste tu falda y sutil, pero rápidamente quedaste desnuda.

—¿Quieres ver esto? —me preguntaste

Yo en un arranque de valor , asentí primero con la cabeza y luego afirmé:

—Sí, Ani, es lo que he querido ver, siempre lo he querido ver.

—Lo puedes ver —me dijiste, pero no lo puedes tocar.

Y te miré tímidamente y tú me respondiste con tus ojos fijos.

—Lo puedes ver, pero no lo puedes tocar.

—¿Porque no puedo tocar? —te pregunté

—Porque no eres todavía un hombre, cuando seas un hombre puedes venir y tirarme. Pero cuando seas un hombre ya no te gustaré. Ahora vete y no me espíes más carajo que le voy a decir a tu madre que has hecho ese hueco en la pared!

¿Fue allí que empezó mi alejamiento? Yo creo que sí. Cuando atendía las mesas, casi no podía mirarte a los ojos. Tampoco te fijabas en mi. Había sido expulsado del alcance de tus ojos. No hubo peor castigo. El verdadero vacío está en el silencio.
Ani, cuando lo recuerdo aún me apeno. Con el tiempo perdemos la vergüenza, pero yo aún era muy joven.

Me he pasado el tiempo intentando explicar algunas cosas de mi existencia ¿Cómo explicar que un día desaparecieras? Porque desapareciste sin explicaciones. Poco tiempo después, el negocio cerró, ya no era rentable. Mi madre pagaba un cupo muy fuerte. Aparecieron otros bares semejantes al nuestro, no pudimos soportar por mucho tiempo más la competencia. Pero mi madre había ahorrado lo suficiente y viajó a los Estados Unidos, allí trabajaba y mandaba una remesa. Yo asistía a una parroquia, regentada por jesuitas. He aquí la parte de la historia que puede resultar increíble. Sí, Ani, allí empezó la gran flexión. He sido salvado, pero mi máximo fracaso es no haberte podido salvar. Los jesuitas reclutaron gente en el barrio y yo me uní. Con el tiempo mi disposición para el trabajo y mis aptitudes para el aprendizaje les agradaron. Financiaron mi educación y me permitieron ingresar en la institución.

Luego me enteré de tus desventuras (porque aún veía al negro Felipe): En el cuarto de un hotel te destrozaron un velador en la cabeza. Me dijeron que habías perdido dos dientes y que tu nariz había sido desfigurada. Me contaron que en una borrachera habías sido violada por varios tipos al mismo tiempo.

Felipe me indicó cómo encontrarte y nunca me atreví a buscarte. Con su estilo servicial y un poco ladino, el negro me dijo:

—Si quieres te acompaño.

Pero nunca regresé. ¿Qué te iba a decir? ¿Cómo podría haberte ayudado? Lo demás eran palabras, casi fantasías. Ani, ahora entiendo que fue una dosis de cobardía y otra dosis de falta de imaginación. Mis carencias, Ani, no eran tan claras como ahora. Sólo quise ocultarme. Poco a poco quise desligarme de ese pasado hasta que se volviera remoto.

Tres años más tarde, Felipe me visitó y me contó que habías sido asesinada por un proxeneta. En una borrachera te arrojaron desde un segundo piso. Sólo atiné a caminar y rezar por ti, largamente. Ese día lloré. ¿Quién no llora, Ani? Además, me sentí otra vez un adolescente.

Todo los días como hoy te traigo unas flores y me detengo a recordarte. Cada año, creo que el viento de la tarde se vuelve más frío, que el cementerio es más abierto. ¡Quién como tú, Ani, sólo fuiste joven! Nunca supiste lo que significa este deterioro, el deterioro natural de los años. Y yo nunca sabré lo que es el amor en esa intensidad, porque para querer de esa manera hay que volver a tener una pureza que el tiempo siempre se lleva.

 

© Gabriel Icochea Ramírez, 2004 descargar pdf

 

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