Luis Benítez

Paolo Mario Astorga Requena

Eduardo Fariña Poveda

Alexander Ríos

Yusef Simon

Josué Barrera

Juan Carlos Bondy

Fernando Isasi Cayo

Miguel Ángel Vallejo Sameshima

Jennifer Thorndike

 

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Torres

por Juan Carlos Bondy

 

 

 

De entre todos los calificativos que Carlos Andrés Torres había recibido por sus dos primeros libros en las reseñas literarias de diarios y revistas de la capital, el de “escritor poco esmerado” era probablemente el más generoso. Aquel comentario fue publicado un viernes de mayo en la sección literaria de El Mercurio y Torres lo recordaba con singular entusiasmo. Esa misma mañana redactó a mano (él siempre redactaba a mano, pues el uso de máquinas de escribir o de procesadores de texto le “estropeaba el estilo”, según propia confesión) una larga misiva, a tono de réplica, en la que censuraba uno por uno cada argumento que el crítico de El Mercurio había utilizado en su artículo. Torres lo despedazó (o creyó despedazarlo) acusándolo de “intelectual de segundo rango” y de “comentarista miope”, entre otros adjetivos semejantes.

Los editores de El Mercurio se vieron obligados a publicar íntegramente esa carta, pero antes telefonearon a Torres a fin de solicitarle, de manera muy cortés, que bajara el tono de su respuesta, pues a todas luces andaba un tanto elevado. Torres respondió con una risita carrasposa que al otro lado de la línea sonó particularmente ofensiva. Dijo, entre otras cosas, que no tenía intención de cambiar una sola coma de su texto, que él no era ningún payasito de feria que se quedaba callado ante un desaire público, y, por último, que estaría atento a la transcripción exacta de sus palabras, pues, en caso contrario, les iniciaría una demanda judicial por calumnia y tergiversación. Los editores, abrumados y algo furiosos por su testarudez, publicaron el domingo siguiente la carta aclaratoria tal cual la habían recibido, pero se valieron de una cruel licencia: remarcaron los errores ortográficos con tipografías en negritas. En la página siguiente, además, incluyeron la contrarréplica del crítico de El Mercurio , que, en lenguaje poco menos que vejatorio, enumeró los desatinos técnicos de la segunda novela de Torres (“la peor novela policial que he leído y que seguramente leeré en mi vida”, señaló), y también dejó constancia del pobre vocabulario empleado por el autor, cuyos párrafos se hallaban plagados de desacordes y redundancias (para poner por caso, había usado la palabra “refulgente” en veintinueve ocasiones, doce de ellas para calificar el sustantivo revólver). “Torres escribe como un niño de tercero de primaria, con perdón de esos inocentes chiquillos”, opinó finalmente el crítico de El Mercurio .

Pero a Torres estas artimañas lo tenían sin cuidado. Jamás hizo mención de este último artículo y más bien recortó y fotocopió a montones su carta publicada. Torres siempre tenía una fotocopia al alcance de la mano. Con el tiempo adquirió cierta pericia para escurrir el tema de su carta con los recién conocidos. Mencionaba muy de paso la historia de su “penosa rencilla epistolar” con la sección literaria de un diario importante, y poco a poco relataba al detalle cómo hizo para dar una gran tunda a sus agresores. Entonces, aparentando un aire de ligera desatención, buscaba entre los papeles de su portafolio y decía que tal vez llevaba consigo una copia de su escrito.

Al hallarla daba un respingo y bendecía su buena suerte. A Torres le agradaba leer determinadas partes de esa carta. Su voz adoptaba un tono especialmente jactancioso al pronunciar frases como: “vacas sagradas de la cultura”, “narradores fracasados que ahora hacen el papel de censores” o “es el público quien me dará un veredicto equitativo y sin mala sangre”. En esos momentos cogía firmemente el papel, agitaba valeroso el índice derecho y se le inflaba el pecho de emoción.

 

Torres siempre cargaba con dos o tres de aquellas copias en su cartapacio, pero los miércoles por la mañana se veía obligado a llevar cuando menos unas diez. Eran los días en que se encontraba con Alberto y Santiago, sus “talentosos secuaces”, como él solía llamarlos. Ambos muchachos cursaban el primer año de Letras y por esos tiempos hacían grandes sacrificios para cultivar su vocación literaria. Alberto deseaba ser novelista y escribía cuando menos dos mil palabras diarias. Jamás dejaba de hacerlo. Podía caerse el techo de su habitación o estallar una granada a su costado: él seguía escribiendo hasta completar sus cuartillas con una persistencia invulnerable. Santiago, en cambio, tenía la intención de ser un gran poeta. Con ese propósito devoraba libros de poesía y dejaba de lado las obras en prosa, pues estas últimas se le antojaban excesivas y ordinarias. Por esa razón Santiago no había leído una sola línea de su compañero de carpeta y mucho menos ojeado los dos libros hasta entonces publicados por su gran amigo Carlos Andrés Torres.

Por esa época Alberto y Santiago habían adoptado una nueva forma de vestir. Tomaron esta drástica decisión desde un miércoles por la noche, cuando Torres los encaró antes de ingresar a un recital de jóvenes poetas limeños. “¿Ustedes quieren ser escritores o no?”, les dijo mirándolos con el ceño fruncido. Ambos asintieron con un movimiento tímido de cabeza. Torres arremetió entonces con una pregunta crucial: “Y si quieren ser escritores, ¿por qué no se visten como escritores?”.

Desde entonces los dos muchachos se vieron obligados a renovar sus respectivos atuendos. Estaban prohibidas las zapatillas de goma. Nunca más una camiseta con estampados de cantantes de moda. Adiós al pelo largo (Santiago lo llevaba hasta los hombros y le agradaba sentir el cosquilleo en su nuca cuando meneaba la cabeza de izquierda a derecha). Los bluyines a la basura, sobre todo aquel harapiento pantalón que Alberto había rasgado con tanto esmero a la altura de sus rodillas. Fuera los accesorios plásticos, los collares de hueso, las muñequeras de colores rastafari y las gorras de béisbol con la lengüeta hacia atrás. Desde ahora sólo estaban permitidos los trajes azules, marrones o grises, las camisas Sergio Valente o Van Heusen , los relojes de metal, los pañuelos de lino, y los zapatos de cuero con taco alto, acabado en punta y con agujeritos en el empeine (zapatos de gángster, los llamaba Santiago). La experiencia de sentirse escritores era trivial y más bien precaria, pero mientras duraba era magnífica.

El primer miércoles que llegaron enfundados en sus trajes literarios fue un acontecimiento que Torres se encargó de enaltecer. Todavía restaban algunos detalles para que todo estuviese en orden (Santiago no había rasurado sus largas patillas y Alberto usaba medias blancas de deporte con traje plomo); pero aun así decidió invitarlos a un restaurante del centro antes de iniciar sus acostumbradas peregrinaciones por la ciudad. Torres conocía un pequeño local en el jirón Carabaya en el que preparaban un lomo saltado a pedir de boca. Escogieron una mesa amplia y solitaria alejada de las ventanas de la calle. Una guapa señorita fue a atenderlos y Torres se apuró en solicitarle un buen vino para el brindis, además de tres platos de la especialidad de casa. Luego miró fijamente a sus amigos y dijo: “¿Pero qué les pasa a ustedes dos? ¿Quieren ser escritores o me están tomando el pelo?”. Alberto y Santiago se quedaron en silencio sin saber qué responder. “¿Quieren o no quieren ser escritores?”, insistió Torres. Los estudiantes respondieron con una tibia afirmación. “Y si quieren serlo”, dijo Torres, señalando a la mesera que se alejaba con dirección a la cocina, “¿por qué no miran ese culo? Para ser escritores hay que mirar culos, caracho, eso lo sabe cualquier mentecato”. Los talentosos secuaces rieron de buena gana, pero él continuó muy serio y en plan de escarmiento. “Esto no es broma”, afirmó duramente. A continuación inició un largo discurso sobre el tema (Torres decía ser todo un experto en la materia), en el que analizó diversos tipos de traseros femeninos, desde los “aplanados y minúsculos”, propios de las chicas asustadizas o con poca visión de mundo, hasta los “anchos y sebosos”, tan comunes en las mujeres vulgares o sin mayores talentos. Torres se ufanaba de un ensayo de treinta hojas que había escrito al respecto, que no había visto la luz pública a causa de aquella camarilla de “autores mediocres” que regentaba las revistas especializadas.

En ese momento regresó la señorita con la botella de vino. Alberto y Santiago se fijaron por primera vez en ella. En efecto, ella parecía ser una chica agradable. Tenía el largo cabello oscuro cogido en un moño, la tez clara, los ojillos traviesos de color caramelo, la silueta delgada y los pechos de adolescente que apenas inflaban la blusa de su uniforme blanco y azul. Un detalle importante en su aspecto residía en su trasero muy bien formado (“redondo y carnoso”, lo habría llamado Torres), indicador irrefutable de las muchachas con grandes aptitudes. Alberto pensó que el tema de los culos era excelente para un cuento que pensaba escribir. Sacó su libreta de apuntes y anotó algunas generalidades mientras Torres llenaba las copas.

El caso es que Torres llenó las copas hasta la una y media de la madrugada. En ese transcurso repartió sus fotocopias a todos los comensales del restaurante y, entre otros pequeños escándalos, propició uno muy divertido con la mesera que los había atendido. Se llamaba Rosa. De rodillas ante ella, le recitó un poema que compuso en el momento, mirándola fijamente a los ojos, los brazos abiertos y embelesados de amor:

Hoy fui a buscarte y estabas ausente. Ahora la noche está estrellada y ya no puedo verte. Apenas oigo tus latidos y escucho el viento. Ahora es de noche. La noche está estrellada y ya no puedo verte .

Santiago, que en ese momento venía de hurgarse la nariz con el dedo meñique de la mano izquierda, se acercó a Torres y le dijo tomándole del hombro: “Hermano, eso que acabas de decir se parece mucho a Neruda”. Torres le contestó, con un estremecimiento tan intenso que le calaba hasta los huesos: “Gracias, Santiago, muchas gracias”.

 

Un hecho muy peculiar sucedió a la mañana siguiente. Justo a mediodía Carlos Andrés Torres apareció muy perfumado y con traje nuevo en la Facultad de sus talentosos secuaces. Los sacó del aula a toda prisa con el pretexto de una reunión urgente e inaplazable. En todo el tiempo que se conocían ninguno de ellos había vulnerado jamás el viejo hábito de citarse sólo los miércoles. Los muchachos no tuvieron noticia del carácter del acontecimiento sino hasta cuando estuvieron dentro de un taxi, casi a setenta por hora, sorteando baches y ómnibus en la avenida Venezuela. Torres les mostró entonces un artículo aparecido en El Mercurio ese mismo día. Se titulaba “Balance literario del primer semestre” y estaba firmado por Víctor Pereyra, el crítico que tanto encono le despertaba. En un recuadro a pie de página se podía leer lo siguiente:

“[...] Sin duda la peor publicación de esta primera parte del año es la «novela policial» (resulta difícil prescindir de las comillas por respeto al genio y talento de los grandes maestros del género) Los hermanos Bomba , escrita por Carlos Andrés Torres (Huánuco, 1968). En este volumen un narrador omnisciente nos cuenta, en lenguaje propio de un mamotreto, las correrías de una banda de asaltantes de bancos, a principios de los años ochenta, en la ciudad de Lima. En sus 257 páginas hallamos lo absolutamente necesario para una película de acción al estilo de Hollywood: balas, muertes, terrorismo, narcotráfico, política, sexo, miseria, fútbol, nepotismo, corrupción, etcétera; pero todo esto narrado con tan poco oficio que al final el lector no sabe si ha sido estafado o si le han jugado una broma de muy mal gusto. De cualquier modo, no podemos negar que Torres es un autor muy pintoresco. Sus conocidas bregas con los críticos que osan juzgar rigurosamente sus libros son en verdad memorables. En el ambiente literario limeño hemos tenido noticia de autores que elogian sus propias obras mediante artículos firmados con nombres fraguados, de poetas que se inventan premios literarios antiquísimos para engrosar la sumilla biográfica de sus publicaciones, y de novelistas que redactan ensayos sobre Gide o Malraux sin haber leído una sola línea de ellos. Pero sin duda Carlos Andrés Torres ha rebasado ampliamente esos pecadillos [...]”.

Alberto y Santiago leyeron el artículo de un tirón, evitando hacer comentarios sobre lo que evidentemente era una afrenta mortal. “Afrenta mortal”, ésa era una frase que Torres mencionaba con frecuencia, casi siempre al iniciar los discursos sobre sus batallas epistolares. Aquellas líneas constituían, en efecto, una injuria funesta, un bofetón público, un escarnio terminante. Luego de la lectura, Torres les explicó lo que tenía en mente para ese comentarista tan desfachatado. Acudiría a su sala de redacción y lo retaría a duelo para esa misma noche. Aún le faltaba decidir quién sería su padrino, pero ese pormenor no le impediría continuar con su venganza. Alberto se ofreció en el acto como voluntario para ser su padrino. Torres le dio la mano en señal de asentimiento y le agradeció su iniciativa con ademanes sobrecogedores. Alberto no tenía la menor idea de los quehaceres de un padrino de duelo, de modo que los fue improvisando desde ese momento. Al bajar del taxi se adelantó a Torres y avanzó a un metro de él, muy solemne, limpiando el camino para que su representado ingresara sin obstáculos a la recepción de El Mercurio . Torres se presentó como “el novelista C. A. Torres”, así, con iniciales, pues le había parecido formidable la forma en que se veía el nombre de J. D. Salinger impreso en los libros. Había un toque de profesionalismo literario en esas iniciales, pensaba Torres, pero nunca se tomó la molestia de leer alguna página de aquel autor norteamericano tan original, ni mucho menos de averiguar el significado de las siglas.

La recepcionista de El Mercurio , tras hacer unas consultas telefónicas muy sospechosas, le informó que el señor Víctor Pereyra se encontraba en una reunión de directorio y que no podía atenderlo sino hasta dentro de una hora. “Muy bien”, dijo Torres, “voy a salir a tomar aire y regresaré a las dos en punto”. Dio media vuelta, girando airosamente sobre su talón derecho, y se dirigió a la puerta; pero repentinamente cambió de rumbo y atravesó a toda marcha la sala de recepción. Los dos encargados de la custodia de El Mercurio corrieron de inmediato tras él, y se inició entonces una laboriosa persecución por los corredores del local. Torres atravesó un oscuro pasillo que desembocaba en la sección de fotomecánica, subió por las escaleras de incendios y llegó a la sala de diseño gráfico, donde tomó un respiro mientras sus cazadores pasaban de largo sin notar su presencia. Más relajado, siguió su camino y llegó a la sala de redacción, no sin antes eludir a los dos agentes de seguridad y sacarles diez metros de ventaja. Ya en su destino, se puso de pie sobre uno de los tantos escritorios que allí había y preguntó a toda voz por Víctor Pereyra. Los custodios llegaron en ese momento y le ordenaron que bajase en seguida del escritorio.

“¡Quiero hablar con Víctor Pereyra!”, decía Torres, “¡he venido a este lugar inmundo para retar a duelo a ese boquiflojo por injurioso!”.

En la sala se instaló un clima agitado; todos se preguntaban quién era aquel chiflado del traje negro y por qué organizaba semejante alboroto. Un fotógrafo no desaprovechó la ocasión y disparó sus flashes contra el intruso.

“¡Bájese de allí!”, seguían ordenando los custodios.

“¡No me bajo hasta hablar con ese mequetrefe de Víctor Pereyra!”.

Se oyó a la sazón una voz gruesa, proveniente del fondo del recinto, que destacó nítidamente sobre todo aquel griterío. “¡Yo soy Pereyra!”, decía la voz, “¡yo soy Pereyra!”. Torres vio a lo lejos a un sujeto moreno, algo cachetón, de cabello lacio y ralo, con anteojos de carey y camisa crema abotonada hasta el pecho. Parecía insignificante sentado frente a la pantalla de su computadora, pero al verlo levantarse Torres comprendió que se trataba de una verdadera montaña de carne. Pereyra iba creciendo a sus ojos a medida que se acercaba; sus hombros eran proporcionales a los de un pugilista peso completo y sus grandes brazos semejaban las extremidades de un galeote escandinavo del medioevo. Torres le llevaba apenas una pequeñísima ventaja de tamaño estando de pie sobre el escritorio. “Mucho gusto, señor Torres”, dijo Pereyra al tenerlo enfrente, “dígame usted cómo empezamos este duelo”. Los custodios sonrieron maliciosamente y los acompañó el grupo de redactores que había formado un semicírculo a su alrededor.

“¡Esto va a ser una masacre!”, dijo alguien.

“¡Ya tenemos la primera plana de mañana!”, apuntó otro, desatando el jolgorio general.

Pereyra continuó: “Estoy esperando, señor; diga usted qué hacemos para comenzar”.

Torres no decía una palabra. Su retador lo cogió entonces de las solapas, lo sostuvo así unos segundos (sus zapatos talla 39 bailaban ágilmente en el aire) y luego lo depositó de muy toscas maneras sobre el piso. Torres salió disparado escaleras abajo y en dos segundos llegó nuevamente a la recepción. En el camino se asentó el traje y el peinado, y trató de caminar con elegante porte victorioso. Alberto y Santiago lo recibieron con un abrazo solemne. “Todo está arreglado”, les dijo Torres, “ese plumífero de pacotilla me ha pedido perdón casi llorando delante de sus miserables colegas; le he perdonado la vida”. Santiago sugirió marcharse cuanto antes de ese lugar y Torres le dio la razón ni bien acabó la frase. Alberto se sintió algo defraudado por no haber oficiado de padrino, pero encubrió su desánimo preguntándole a su amigo por los detalles del encontronazo. Torres eludió el tema con el argumento de que no era propio de caballeros hablar mal de un adversario, por más debilucho y novato que fuese, como era el caso del tal Pereyra. A cambio propuso festejar su gran conquista en el restaurante del día anterior, pues la riña, aunque leve y de fácil resolución, le había abierto el apetito.

Se dirigieron, pues, al restaurante del jirón Carabaya, con Torres a la cabeza, caminando muy de prisa y volteando paranoicamente cada dos segundos, a fin de perder de vista a aquel mastodonte de Pereyra. Al llegar a su destino buscó una mesa de ubicación discreta aunque panorámica, desde donde podía resguardar la puerta de ingreso. Los tres ordenaron nuevamente sendos lomos saltados, aunque en esta oportunidad no hubo celebración con borgoñas semisecos, sino con abundantes botellas de cerveza. Rosa, la mesera, los saludó con teatral deferencia y no mostró muchos ánimos de atenderlos; pero una buena propina de Torres la hizo cambiar prontamente de parecer. Cuando ya iban por la tercera ronda de cervezas, Torres le ofreció otra suculenta compensación si accedía a sentarse unos minutos en su mesa. Ella tomó la propuesta como un gran descaro, pero tras la mediación del administrador del restaurante, no tuvo más salida que acceder por temor a una sanción inmediata. Torres le había parecido desde siempre un bobo de primer orden, aunque con ciertos trazos de simpatía y de cómica torpeza. Su coeficiente de imbecilidad, no obstante, alcanzó niveles inconcebibles aquella tarde, sobre todo durante el recuento de la paliza que venía de propinarle a un “grosero crítico de El Mercurio llamado Víctor Pereyra”. Torres se dedicó durante infinitos minutos a explicar al detalle cada aspecto de su pelea. Mencionó que había necesitado doce llaves de judo y una patada voladora aprendida en una exhibición de cachascán. Finalmente, le mostró la galería de recortes de su cartapacio, decenas de cartas y artículos, incluyendo el recuento del medio semestre.

A Rosa, naturalmente, toda esa historia de la golpiza se le antojó como un soberano embuste. El nombre de Víctor Pereyra, sin embargo, avivó en ella un recuerdo familiar y reciente. Sin duda se trataba de aquel gigantón de obsequiosos modales que algunas tardes se dejaba ver en el restaurante, acompañado de unos amigos reporteros bastante pródigos a la hora de las propinas. Pues bien, se dijo Rosa, ¿ese Torres, con su metro sesenta de estatura, y su musculatura de paciente de geriátrico, realmente había vencido en un duelo a aquel titán de proporciones descomunales? Observó a Torres con detenimiento y se preguntó si bajo los atuendos de aquel majadero se escondían la fuerza y los músculos de un superhombre. Consideró esta posibilidad tan sólo por unos segundos. Tras ordenar sus opiniones en la cabeza, soltó un leve bufido y concluyó que Torres era el más patético y burdo patrañero que había conocido jamás, contando incluso a los borrachines lengüilargos que soltaban sus farsas a toda voz en las noches del restaurante, farsas referidas sobre todo a aventuras nocturnas con muchachas sublimes, mas no a tundas a sujetos que prácticamente los doblaban en estatura. Rosa no hizo ningún comentario sobre este reparo y más bien le siguió el juego a Torres, que esa noche estuvo mucho más empalagoso que nunca.

 

Pero el cuento le duró sólo un día. A la mañana siguiente Rosa llegó a trabajar a las ocho, como de costumbre, y encontró al señor Fernández, el administrador del restaurante, rompiendo en una larga y ruidosa carcajada con la edición matutina de El Mercurio en las manos. El motivo del regocijo era una foto a un cuarto de página, a todo color, que mostraba a un visiblemente horrorizado Carlos Andrés Torres, los piecitos al aire, sujeto de las solapas por un gigante que Rosa reconoció como Víctor Pereyra. La imagen formaba parte de una columna periódica titulada “El asno de la semana” y tenía como firma las iniciales V.P.F.

Pero así como ella y el administrador rieron como nunca durante toda la mañana, Torres y sus talentosos secuaces se declararon en pie de guerra y planearon una buena manera de iniciar los ataques contra aquel pasquín llamado El Mercurio . Torres, que disimuló muy bien el ya público chasco de sus cualidades como luchador, calificó de “vil calumnia” y “nauseabundo montaje fotográfico” al espacio que le dedicaban. En una carta de media carilla, que pensaba enviar a todos los medios escritos de la capital, se refirió a los “verdaderos hechos” ocurridos en los salones del diario, desde su llegada “caballerosa y formal”, hasta la pateadura que debió descargar en “el pánfilo Pereyra”, en desagravio por “los denuestos en contra de mi honor y de mis facultades artísticas”. Manifestó también que Pereyra era un cobarde y que ignoraba comportarse a la altura de un hombre digno. Torres, por el contrario, además de hidalgo, era un experto luchador, curtido en escaramuzas callejeras en Cangallo, Cinco Esquinas y Bajo el Puente, así que nadie podía recelar de su potencia ni de sus llaves fantásticas.

Recorrieron a pie todo el centro distribuyendo aquellas cartas. Luego se dirigieron al restaurante de Rosa, quien, por primera vez, sonrió genuinamente al verlos llegar. “Tráenos algo fuerte”, le dijo Torres antes de sentarse, “hemos tenido un día terrible”. Se le veía algo nervioso y Rosa fue muy prudente al acercarse a su mesa. Aquella cautela fue innecesaria, pues Torres cambió de facciones al tenerla nuevamente a su lado. “Querida”, le dijo, “tienes frente a tus ojos a un trajinado mártir de la literatura”. A partir de ese momento Torres no cesó de hablar. Fue un largo monólogo que Rosa y los talentosos secuaces debieron sobrellevar con auténtica o artificial atención. Ella aprendió a abrir mucho los ojos y a mover firmemente la cabeza, en señal de desconcierto o de adhesión, según era el caso. El señor Fernández, indiscreto por naturaleza, se unió también a la plática, dispuesto a encubrir sus risitas con oportunos ataques de tos asmática. Ambos tomaban el asunto como una divertida travesura, pero, de un momento a otro, Torres comenzó a levantar mucho la voz y a enfurecerse de un modo alarmante. De un violento manotazo arrojó botellas y vasos al suelo, se puso de pie, las sienes y las rodillas temblándole como gelatina, y despidió un grito bastante obsceno relacionado con el esfínter anal de Víctor Pereyra. Alberto y Santiago trataron de calmarlo mientras Rosa buscaba un frasco con agua de azar en las alacenas de la cocina. El señor Fernández llamó de inmediato a una ambulancia, pero en vista que Torres se iba apaciguando sostenidamente canceló la emergencia y respiró con más tranquilidad. Rosa le preparó un té calmante y él la llamó “mi bella salvadora” y “divina princesa del lomo saltado”. Cogió su mano derecha y la apretó fuerte, para que ella no tuviera posibilidad de escapatoria.

“Yo no merezco esto”, decía Torres con los rasgos aún descompuestos. Tras cada sorbo de su té arremetía con frases referidas a “los críticos presumidos y cicateros” que despreciaban “el gran nivel” de su obra literaria. En ningún momento, por cierto, dejó de tomar con gran firmeza la mano de Rosa, que por más intentos que hacía no lograba zafarse de tan desagradable y sudoroso aprisionamiento.

Poco a poco Torres fue recuperando el aplomo. Cuando estuvo totalmente repuesto, se animó a dedicar un poema en alusión a Rosa. Por sana misericordia, y sobre todo para que Torres no sufriera un ataque cardiaco frente a los comensales del restaurante, ella lo elogió en abundancia, sin pensar que esta buena acción le traería más de un contratiempo. Torres le dedicó otros cinco poemas y luego la invitó a una velada literaria para la noche siguiente. Rosa desechó elegantemente el ofrecimiento con la muy oportuna excusa del horario del trabajo. Pero el señor Fernández, que seguía tratando a Torres con especial contemplación, le dio la licencia, dejando en claro que no habría menoscabos en el salario ni nada por el estilo. Después de todo el enredo, Torres y el señor Fernández quedaron muy conformes con el trato, Rosa serenamente resignada, y los talentosos secuaces con una tirria naciente, pues veían en ella a una usurpadora que en cualquier momento podía alejarlos de las enseñanzas de su maestro.

 

Los problemas comenzaron en la misma puerta de ingreso del recital. Torres no llevaba consigo ninguna tarjeta de invitación y el mayordomo le negó la entrada con modales poco elegantes. En cualquier circunstancia Torres le habría respondido con aspereza, pero esa noche salvó el obstáculo deslizándole un billete doblado en dos en el bolsillo del saco. El mayordomo cambió de rostro en un segundo y hasta le ofreció dos buenos lugares para él y su acompañante. Aquella escena despertó la curiosidad de Rosa, pues no era la primera vez que veía a Torres desprendiéndose de su dinero con tanta desenvoltura. Torres le respondió que provenía de una familia acaudalada y que todos los meses sus padres le depositaban una cantidad considerable en el banco, con la condición de que no los molestara nunca y que no se acercara a su casa cuando menos a mil metros a la redonda. Esta confidencia engendró en ella un sentimiento de vaga melancolía y estuvo a muy poco de envolverlo en un abrazo sincero. Jamás había imaginado que Torres fuese una persona tan solitaria y desvalida, y por unos minutos se compadeció de su inconfesada tristeza.

Aquellas emociones, sin embargo, se desvanecieron al poco rato de iniciado el programa, cuando un muchacho apareció en escena dispuesto a leer sus poemas en voz alta.

“¡Farsante!”, exclamó Torres de improviso y sin motivo aparente, ocasionando un leve temblor en la voz del chiquillo, que miró a todos lados en busca de la voz acusadora. Rosa quedó muy confundida, pero se abstuvo de comentar la incidencia. Minutos después otro joven autor padeció sus malacrianzas, pues en plena lectura Torres silbó muy fuerte el estribillo del himno nacional hasta hacerlo sonrojar, aunque esta vez el resto del público lo calló con enfurecidos chitones.

Torres no se detuvo y dedicó desde bostezos hasta eructos a los siguientes cinco recitadores. Rosa no sabía qué cara poner y trataba de esconderse en su butaca. Mucho antes de finalizar la ceremonia Torres la sacó por fin a la calle, pues ya los poetas empezaban a hacerle señales bravuconas con los puños cerrados.

Salieron por el corredor de emergencia. En la calle Rosa lo reprendió duramente por su conducta. Torres se defendió alegando que aquellos poetas eran unos guasones inservibles con vocación descaminada, ya que sólo tenían aptitudes para animadores de fiestas infantiles o charlatanes callejeros. Le dijo: “Qué puede esperarse en este país, donde la cultura no vale nada y en donde a cualquier mendigo lo llaman intelectual”. En esas andaban cuando se acercó a ellos un muchacho muy delgado, de gruesos lentes y piel salpicada de espinillas abultadas. Llevaba un maletín de cuero gastado y se presentó como un escritor inédito que deseaba consejos de un autor experimentado como Carlos Andrés Torres. El chiquillo se llamaba Ricardo Barrios y había leído buena parte de las cartas que Torres enviaba habitualmente a los medios escritos. Ricardo se consideraba también un marginado de la mafia literaria limeña, pues en muchas ocasiones había llevado sus cuentos a los principales críticos de Lima, en busca de una opinión autorizada, pero ellos lo largaban con elegancia o argumentaban andar siempre muy ocupados.

“Muchacho”, le dijo Torres, “comprendo tu angustia; esos patanes no permiten ingresar a su hediondo círculo a artistas talentosos como nosotros”. Torres lo invitó a tomar un café, pero como Rosa exigió firmemente que la llevaran a casa de una vez por todas, se tuvo que suspender la conversación hasta el día siguiente. Ricardo, de todas formas, no perdió la oportunidad y le entregó a Torres una copia de sus cuentos. “Gustosamente los leeré está noche”, le dijo él, “y mañana te notificaré mis observaciones”.

 

Ricardo lo esperó en el restaurante desde las cinco de la tarde. A eso de las seis y media llegaron los talentosos secuaces y Rosa acomodó a los tres en una mesa discreta, en la que siguieron aguardando sin importunar a los comensales. Ricardo tenía los diarios de la mañana, algunos de los cuales habían divulgado la carta de descargo de Torres. El Mercurio no lo mencionaba en ninguna página. Ricardo prometió obsequiarles copias fotostáticas de aquellas cartas a cambio de la fotografía aparecida el día anterior.

Luego de hablar un buen rato sobre Torres y sus correrías con los críticos, la conversación cambió de rumbo hacia temas más personales, en especial a sus propios proyectos literarios. Los muchachos hablaron de sus escritos, de sus cuentos y poemas, de sus autores predilectos y de sus libros de cabecera. Hablaron a galope tendido, con particular elocuencia y entusiasmo. Ricardo y Alberto acordaron intercambiar cuentos esa misma noche, pero Santiago sólo aceptó prestar sus poemas sin obligación a leer relatos ajenos, porque seguía considerando a los trabajos en prosa como verdaderos desperdicios de papel. De cualquier manera, los tres hicieron buenas migas y a eso de las once de la noche ya habían olvidado por completo a Carlos Andrés Torres.

Pero él no andaba lejos de allí. Durante toda la tarde había dado vueltas por las calles del centro para darse valor y buscar nuevamente a Víctor Pereyra. Necesitaba conversar con él, aunque naturalmente no deseaba recibir una nueva golpiza. Al cabo de muchas indecisiones se atrevió a entrar en El Mercurio . La recepcionista lo recordó al instante y llamó a los miembros de seguridad para que lo echaran a patadas del salón de recibo. Torres alzó beatíficamente las manos en señal de paz y los custodios no tuvieron más remedio que escucharlo antes de tomar cualquier medida. Con penosa vacilación, manifestó que estaba muy arrepentido por su comportamiento anterior y que sólo quería disculparse con Víctor Pereyra, pues su conciencia no lo dejaba tranquilo. Al principio los guardias no le creyeron un rábano, pero al cabo de una breve deliberación uno de ellos expuso telefónicamente la situación al propio Pereyra, y éste le permitió el ingreso al periódico, más por curiosidad que por verdadera benevolencia. Pereyra lo recibió en su escritorio y no le dio la mano, aunque le ofreció un frasco con caramelitos de fresa. “Para que endulce su vida, amigo Torres”, le dijo.

Torres no sabía cómo empezar. Se introdujo un caramelo en la boca y exhaló nerviosamente. Lo primero que hizo fue disculparse por su comportamiento de días atrás. “Actué como un bribón, pero tenía mis motivos, señor Pereyra”, dijo. Entonces explicó que no le parecía justo ser recordado por sus obras pasadas y fallidas, cuando ahora estaba abocado a escritos mucho más maduros y complejos como los que llevaba en su cartapacio. Acto seguido, extrajo unos papeles escritos a máquina y opinó que con sus nuevos trabajos se había superado a sí mismo, aunque con mucho esfuerzo, pues había adoptado la tarea de leer cinco libros por semana a fin de absorber las enseñanzas de los grandes escritores del mundo.

Pereyra sintió curiosidad por revisar esos relatos y prometió leerlos en casa. Luego de aquella breve entrevista, ambos se despidieron con tensa condescendencia, aunque estaba claro que las aguas se habían amansado definitivamente. Pereyra no pudo contener mucho tiempo su expectativa y revisó los cuentos no bien Torres se hubo marchado. Notó que contenía una prosa algo más delicada, con destellos de suave lirismo, e incluso con epígrafes de autores rebuscados que hablaban muy bien de las últimas lecturas del autor de Los hermanos Bomba . El primer relato era hermosísimo. Trataba de un dibujante de viñetas muy enamoradizo que quedaba prendado de una guapa compañera de trabajo, y que desde entonces traza todas sus caricaturas con el rostro de su bella aunque evasiva colega. Pereyra se sintió tan complacido con esas tiernas páginas que se arrepintió realmente por haber golpeado y luego satirizado al pobre de Torres. No necesitó examinar con detenimiento su conducta para encontrarla terrible y muy poco tolerante. Por fortuna, no tardó en llegarle una idea esplendorosa que podía librarlo de sus sentimientos de culpa. Dejó a un lado el artículo que estaba redactando (era una larga entrevista a un director de cine peruano que tenía preparada su última película) y escribió unas líneas muy elogiosas sobre Torres y su nueva forma de hacer literatura. Usó ese párrafo a modo de presentación del cuento que transcribió íntegramente después, sin quitar o poner una comilla. Media hora después lo remitió a la sala de diagramación. El desagravio estaba hecho y eso lo puso otra vez de buen humor.

 

Ricardo y los talentosos secuaces se reunieron al día siguiente en el restaurante, y disfrutaron juntos de una gran fuente de lomo al jugo, decorada con hojas de lechuga y pimientos trozados en medias lunas. El banquete corrió a cargo de Víctor Pereyra, que de pura casualidad había aparecido esa tarde en el local y se enteró de toda la historia del cuento plagiado e indebidamente publicado. Luego de escuchar la versión de Ricardo (verificada con los borradores del relato, que por suerte llevaba consigo, y con los testimonios de Rosa y los talentosos secuaces), Pereyra decidió agasajarlo por el inicio de su carrera literaria, nada menos que en la página cultural de El Mercurio , a pesar de la grotesca aunque redimible incorrección en los créditos del autor. Pereyra prometió subsanar ese yerro en la edición de la mañana, no sólo con una nota aclaratoria sobre el caso, sino con una gran fotografía de Ricardo y otro cuento que se debía seleccionar con urgencia para ser llevado a la sala de diagramación antes de las seis.

En ese momento entró Carlos Andrés Torres. Al ver la gran mesa que ocupaban sus talentosos secuaces, además de Ricardo y Pereyra, tuvo intenciones de salir corriendo, pero las piernas no le respondieron. Quedó petrificado en la puerta, un gélido malestar en el vientre y las rodillas, y sintió su corazón latiendo desordenadamente en el pecho, como el motor de un auto viejo que no quiere arrancar. Pereyra lo invitó a sentarse y Rosa le llevó un plato limpio, un vaso, un tenedor y un cuchillo.

Comieron en silencio durante algunos minutos, hasta que Ricardo le preguntó directamente por qué había publicado su cuento con un nombre que no era el suyo. Con aires paternales, Torres le explicó que en una obra literaria el nombre del autor no tenía la menor importancia, pues eran primordiales en ella la belleza, la trascendencia y otros elementos que en ese instante se le escapaban de la memoria. Había procedido de esa manera porque los críticos iban a ametrallarlo cruelmente con sus opiniones, pues así actuaban siempre esos forajidos seudointelectuales cuando debían escribir sobre un autor principiante o sin tutores literarios. Un ejemplo claro de lo que era un mugriento crítico lo tenían enfrente de ellos, en la figura alta y mongoloide de Víctor Pereyra, que era capaz de recibir dinero con el objeto de hablar correctamente de un autor, tal como se lo había recibido a él mismo la tarde anterior, poco después de dejarle el manuscrito de Ricardo en sus manos.

Pereyra no toleró este último argumento y se puso de pie en el acto. Torres hizo lo mismo, aunque en su defensa arguyó: “No des un paso más, grandulón. Nosotros somos cuatro y tú estás solo. Evitemos un inútil derramamiento de sangre”. “A decir verdad”, dijo Ricardo de inmediato, “yo estoy con el señor Pereyra; tú no has sido muy correcto que se diga, y si ahora van a partirte la cara, no voy a ser yo quien tenga que impedirlo”. Torres dijo: “Sé que lo haces por el lomo saltado que te invita este gorila; no te preocupes, yo sé lo que es el hambre; por suerte cuento con dos discípulos fervientes y leales que darían su vida con tal de defender mi integridad física”. “En realidad”, dijo Alberto, “creo que le debes una disculpa al amigo Ricardo; ni siquiera le consultaste si quería publicar su relato”. Torres miró luego a Santiago y, como se mantenía sin abrir la boca, le preguntó casi gritando por quién tomaba partido. Santiago explicó que el lomo saltado estaba en verdad delicioso y que se negaba a liarse a trompadas con nadie por un trabajo en prosa que él consideraba, como a todos, francamente repulsivo.

Pereyra dijo: “Parece entonces que esto es entre tú y yo, Torres”.

“¡Aquí nadie va a pelear!”, gritó Rosa.

“Si quieren pelea, lárguense afuera”, replicó el señor Fernández.

Pereyra pareció calmarse. “¡Siéntate!”, le ordenó a Torres, que obedeció en el acto. Todos continuaron comiendo. Sólo Torres estaba cabizbajo, quieto. De pronto, abrió su cartapacio y sacó un cuadernillo de unas sesenta hojas.

“Es mi nuevo libro”, dijo, “son poemas de amor”. Pereyra dejó el tenedor y cogió el manuscrito. Leyó el primer poema y sonrió.

“Es un poema neruniano”, dijo Torres.

Pereyra siguió leyendo. Leyó cinco hojas sin detenerse. Luego cerró de golpe el cuadernillo y dijo mirando fijamente a Torres: “Es la inmundicia más hedionda que he leído en toda mi existencia”.

“Eso lo dices porque me tienes envidia”, dijo Torres.

Pereyra leyó en voz alta un poema y despertó diversas reacciones en el público. Rosa dijo, casi bromeando, que esperaba no haber sido la causante de semejante adefesio. Ricardo señaló que si ese esperpento era un buen poema, entonces él era Frank Sinatra cantando “ New York, New York” en el Madison Square Garden. Santiago no lanzó ninguna opinión y Alberto dijo que ese folleto debía ser echado al fuego cuanto antes, pues el mundo entero corría el peligro de leerlo.

En ese instante sucedió un hecho inesperado. Torres se echó a llorar. Se jaló los pelos y derramó mocos y babas por toda la mesa. “¿Qué más quieren de mí?”, decía. “He leído todo lo que debía leer, he trabajado todo lo que debía trabajar, he vivido todo lo que debía vivir. ¿Qué más me pueden pedir? Después de todo no creo ser tan incompetente. ¿O sí?”. Todos se sorprendieron con esta conmovedora reacción. Incluso Santiago suspendió el engullimiento de su lomo al jugo y puso una mano en el hombro de Torres. Iba a decir una palabra, pero sintió un leve malestar proveniente de su estómago y al abrir la boca emitió un largo eructo arenoso en la cara de su maestro.

© Juan Carlos Bondy, 2006

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Juan Carlos Bondy: (Lima-Perú, 1973) Estudió Comunicación Social en la Universidad Mayor de San Marcos. En 1994 obtuvo el primer premio en los Juegos Florales de esa casa de estudios, en la categoría reportaje escrito, con un trabajo sobre Alfredo Bryce Echenique. En 1998 y en 2004 ha sido finalista del Premio Copé de Cuento, con “Agustín Mendoza, héroe nacional” y “Torres”, respectivamente.

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Para citar este documento: http://www.elhablador.com/cuento12_2.htm
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