Los labios perversos
Una mañana, cuando ya los alumnos habían regresado a las aulas luego del recreo, el hermano Orlando ingresó presuroso a la oficina del padre director. Este escribía tranquilamente sobre su escritorio.
―¿Qué ocurre, hermano?
Las manos del hermano Orlando temblaban.
―Ha pasado algo, padre.
El director lo miraba sin demostrar ninguna inquietud.
―Durante el recreo vi algo extraño cerca de la cancha de básquet. Un grupo de alumnos, todos de quinto, se habían juntado en una banca en actitud sospechosa. Por precaución, me acerqué sin que me vieran. Cuando ya estaba muy cerca, varios salieron corriendo. Los demás, taparon a uno de los que estaba sentado en la banca, pero alcancé a ver que ese chico escondía algo debajo de la chompa. Me le acerqué y vi que estaba pálido. Le pedí que me enseñara lo que había escondido, pero se negó, varias veces. Lo siento, padre, pero tuve que recurrir a la fuerza. El chico se resistía, pataleaba y cuando le quité... eso... se echó a llorar.
―¿Y qué es “eso”, hermano?
El hermano Orlando metió la mano en el bolsillo de su chompa y sacó un manojo de fotografías. Las colocó sobre el escritorio. El padre Centeno se acomodó los anteojos y se inclinó para examinarlas. Su serenidad se quebrantó pronto.
―¿Y dónde está ese alumno? ―preguntó, sin dejar de mirar con el ceño fruncido las imágenes.
―Está afuera.
―Bien. Hágalo pasar... dentro de cinco minutos y, por favor, no comente nada de esto a nadie.
El hermano Orlando asintió y salió de la oficina. El padre Centeno se levantó y caminó hasta la puerta para cerrarla. Luego, bajó las persianas que la cubrían. Regresó a su escritorio, repleto de papeles y estampitas de la Virgen María, y volvió a examinar las imágenes. En los años que tenía como director del colegio, había expulsado a algunos alumnos que habían sido sorprendidos viendo revistas pornográficas, y jamás se había arrepentido de ello, convencido de que no había que darle tiempo a los gusanos de podrir el resto de la manzana. Ahora, no era el hecho de haber encontrado a un alumno con material pornográfico lo que lo tenía así, nervioso, confundido, sino el increíble personaje que aparecía en las más retorcidas posturas, desafiante, lascivo. No podía creer que esa mujer del portaligas turquesa, esa mujer de ojos lujuriosos y sonrisa perversa, no podía creer que ese demonio fuese... La señorita Josefina... La profesora de lenguaje... ¡Ella, Dios Santo! La señorita Josefina, no cabía la menor duda.
***
La mañana en que ella apareció por el quiosco por primera vez, Lucas era un muchacho de veintiún años que nunca había tenido enamorada. Había venido a la capital para ayudar a su padre en el negocio.
―Hola. Un paquete de galletas, por favor.
Había quedado encantado con esa voz. Tras entregarle el paquete, siguió su andar por el patio. No, no tenía las firmes nalgas de las mujeres con las que fantaseaba y sus piernas tampoco eran atractivas y, sin embargo, había algo, ¿qué cosa?
Una tarde, cuando estaba reparando una repisa, su padre le pidió que fuera a buscar a Felipe, el portero, para que le prestara algunos clavos. Lucas fue hasta el jardín cercano al salón donde ensayaba la banda de música, pero no lo encontró. Buscó al anciano por todas partes, sin resultado. Ya estaba regresando al quiosco cuando descubrió que el viejo Felipe dormía plácidamente en una banca cerca del gimnasio. Se le acercó, pero le dio pena despertarlo, pobre hombre, se merecía un descanso. Dio media vuelta y estuvo a punto de gritar cuando se tropezó con ella.
―Hola.
―Hola, señorita. Pensé que ya todos los profesores...
―Ah, es que estaba revisando unos exámenes y me quedé dormida. Ya me estaba yendo, pero justo me acabo de acordar de algo. ¿Crees que podrías hacerme un favorcito?
―Lo que usted diga, profesora.
―Acompáñame al salón de quinto año. He dejado las llaves de mi casa en el armario y abrirlo es bien complicado, hay que estar empuja y empuja y... ¿Me ayudarías? Anda, no seas malito.
―Claro, señorita, cómo no, vamos.
Subieron al tercer piso, Lucas detrás de ella, aspirando con gozo su perfume, mirando cómo se ceñía la falda en el ascenso. Ya arriba, abrió la puerta del aula y Lucas no entró hasta que ella se lo dijo. La señorita Josefina dejó su maletín sobre el escritorio y caminó hasta el armario.
―Está abierto, sólo hay que forzarlo un poco ―le dijo y él notó un brillo diferente en su mirada.
Se acercó y, con manos temblorosas, estuvo forzando la vieja puerta unos segundos. De pronto, sintió las manos de ella rodeándolo por detrás, acariciándolo. Quiso decir algo, detenerla, pero no pudo. Entonces, ella bajó lentamente las manos hasta llegar a la bragueta y allí sus caricias adquirieron mayor ímpetu. Le susurraba obscenidades en el oído, le mordía la oreja, le besaba el cuello. Luego, le dio la vuelta y ante la afiebrada mirada del muchacho, se desabrochó primero la blusa y luego el sostén.
Se abalanzó sobre ella y la besó con torpeza. Ella sonreía y amoldaba su cuerpo a las posturas que Lucas empezó a improvisar. Y cuando ya estaban en el momento límite, ella se escurrió y lo invitó a que la persiguiera, yendo de un lado a otro del aula donde en las mañanas dictaba tediosas clases de gramática. La cacería terminó en el escritorio, sobre el cual ella se había inclinado como esperando que viniera un severo profesor a azotarle las nalgas con la regla de madera. Un castigo por su mal comportamiento.
***
―Vamos, ¿quién fue?
El muchacho seguía cabizbajo, silencioso. Desde que había entrado a la oficina, apenas si había pronunciado dos o tres palabras. Esta era la tercera vez que el padre Centeno le hacía la pregunta.
―Te lo repito, muchacho ―dijo ahora con voz más amable, tocándole el hombro. Si me dices quién te dio esa porquería, evitarás tu expulsión. Sé que en el fondo tú no tienes la culpa. El demonio sabe que el alma de los jóvenes es débil y por eso los engaña fácilmente. Lo sé, muchacho. Pero el que te dio esto no es ningún inocente. Es un hijo de Satanás que quiere que las almas se corrompan, que se condenen eternamente. Y tú, como hijo de Dios, tienes que denunciarlo para que reciba su castigo y así se acaben sus maldades, ¿me entiendes?
El muchacho asintió.
―Muy bien, entonces dime quién te dio eso.
No fue fácil. Primero hubo vacilaciones, tartamudeos, sollozos, pero, finalmente, el muchacho lo dijo. Nuevamente, el rostro del padre Centeno se contrajo. ¡Pero es que era posible tanta iniquidad!
―Repite lo que has dicho, muchacho. ¡Repítelo!
―Lucas... el del quiosco ―dijo el muchacho y volvió a llorar. El padre Centeno se levantó y fue hasta la puerta. Llamó al hermano Orlando, que esperaba en el pasadizo, y le dijo que trajera inmediatamente a Lucas.
―¿A Lucas?
―Sí, Lucas, el del quiosco.
―Sí, padre ―dijo y corrió al patio. Casi se tropieza con la señorita Josefina, que venía en sentido contrario, sonriendo, sacudiéndose de las manos el polvo de la tiza.
***
Lo estuvieron haciendo primero una, luego dos, y finalmente tres veces a la semana. Sin embargo, tuvieron que detenerse una semana completa cuando el viejo Felipe enfermó y vino a reemplazarlo alguien más joven.
―Lo vamos a matar si le seguimos dando esas pastillas ―le dijo Lucas una tarde.
―Si lo matamos le haremos un favor ―dijo ella―. Estos curas tacaños le han dado una vida de esclavo, mejor que se vaya de una vez y así se acaban sus problemas, créeme.
―Si los chiquillos supieran quién es verdaderamente su profesora...
―Seguro que cierran el aula y se me echan encima.
Rieron, pero, en el fondo, a él no le había causado tanta gracia.
―Aquí nunca nadie sabrá verdaderamente quién soy. Lo mejor es quedarse calladita y cumplir con el trabajo.
Nunca lo hacían fuera del colegio. Cuando Lucas sentía la urgencia de estar con ella y no habían conseguido darle la pastillita somnífera a Felipe, o los sacerdotes tenían una reunión o había entrenamiento de la selección de fútbol en el patio, él le proponía encontrarse afuera y entrar a un hostal, algo a lo que ella se negaba tajantemente: o en el colegio o nada. Él no comprendía esa obstinación. ¿Acaso no era igual en otro sitio?
Una tarde, la esperó en el aula, como de costumbre. Pero transcurrieron dos horas y ella no apareció. Y a la mañana siguiente tampoco se acercó a comprar en el quiosco. La vio parada cerca de las escaleras del pabellón de primaria, muy seria, conversando con el profesor de inglés. Dos días después, a la hora de salida de los alumnos de secundaria, le dijo a su papá que tenía que salir un momento y corrió a esperarla en la calle. La siguió hasta una callecita cercana y ahí la encaró. Ella le dijo que se apartara, pero él no se movió.
―¿Qué pasó? ¿Por qué ya no me buscas?
―¿Tan tonto eres que no te das cuenta?
―¿Darme cuenta de qué? No entiendo.
―De que ya no quiero estar contigo.
―Pero... ¿por qué? ¿Hice algo malo?
―No, no hiciste nada. Simplemente me aburrí de ti y punto.
Jamás lo hubiera imaginado. Lloró, le suplicó que volviera con él, pero ella permanecía inalterable. Algunos transeúntes miraban la escena, sin detenerse. Lucas no se cansaba de implorar. Hasta que ella, luego de consultar con molestia su reloj, le dijo que lo acompañara a un callejón cercano. Allí, la señorita Josefina le dijo que si quería volver con ella tenía que hacer dos cosas. Número uno: arrodillarse inmediatamente y quitarle el polvo de los zapatos con la lengua, orden que Lucas obedeció en el acto sin sentir en ningún asco o humillación en ningún momento. Todo lo contrario. Ella tuvo que darle una suave patada en la cara para desprenderlo de su zapato. ¿Y cuál era el segundo pedido?
―¿Fotos?
―Sí, fotos, aquí, en el colegio.
―Por supuesto ―dijo él, sin comprender del todo, pero feliz―. ¿Cuándo?
―Mañana mismo. Serán unas fotos... curiosas. He visto unas en una revista y me ha provocado tomarme unas iguales.
Cuando se despidieron, ella no se dejó besar.
***
―¿Qué milagro por acá, Tamayo? ¿Qué pasó? ―le dijo a su alumno más aplicado cuando lo vio salir de la oficina del padre director. Pero el muchacho no contestó y ni siquiera la miró a la cara.
―Quédate sentado aquí afuera, Tamayo ―le dijo el padre Centeno y luego se dirigió a ella―. Pase.
Se acomodaron en sus asientos. Mientras la miraba a los ojos, el padre director se preguntaba cómo esa mujer podía ser tan cínica, cómo podía mirarlo a la cara sin sentir vergüenza por lo que había hecho. ¡Loba con piel de cordero! Recordaba perfectamente la mañana en que la entrevistó. Se había mostrado tan calmada, seria e inteligente que no dudó en darle el puesto. Definitivamente, no fue su currículum lo que definió su contratación: apenas tenía tres años enseñando, pues anteriormente había trabajado de vendedora, secretaria, en mil cosas. ¿Por qué si había estudiado Educación en la universidad había tardado tanto en ejercer su carrera? Se lo preguntó y ella dio unos argumentos dudosos que él ya no recordaba, pero que entonces le parecieron suficientes. Su seriedad, su voluntad de servir, la gracia con que combinaba sus palabras fue lo determinante. ¿Acaso él también se había dejado... seducir? ¿También a él el Maligno...?
―En diez minutos acaba mi clase ―comentó la profesora educadamente y el padre volvió al presente.
―¿Desde cuándo conoce usted a Lucas Chávez, profesora?
―¿Lucas? ¿Cuál Lucas? ―dijo ella, cambiando de postura en su silla.
―El muchacho del quiosco.
―¿Desde cuándo lo conozco? Disculpe, pero no entiendo su pregunta, padre. Lo conozco desde que llegué al colegio... Todos los profesores compramos en el quiosco...
En un inicio, el padre Centeno había pensado hacerla confesar poco a poco. Pero ahora que la tenía ahí delante, el odio que le inspiraba lo empujó a ir directamente al punto.
―Le estoy preguntando que desde cuándo mantiene una relación amorosa con él.
La señorita Josefina comprendió.
―No sé de qué me habla, padre. Me temo que aquí hay un terrible malentendido...
―¡Mentira! ―golpeó el director el escritorio, sin causar la menor reacción en la profesora―. ¡Es usted una mentirosa! ¿Quiere que se lo demuestre?
―Padre, cálmese, no entiendo nada, lo mejor será que...
En ese mismo momento, entraba a la oficina el hermano Orlando.
―¡¿Y usted por qué entra así, sin avisar?! ―le increpó el padre director.
―Lucas Chávez no ha venido a trabajar hoy, padre. Ni hoy, ni ayer.
La señorita Josefina se tapó la boca. Maldecía.
***
Desde esa aula podía verse el mar, apenas una delgada línea. También, los sucios techos de las casas del puerto.
―Listo ―dijo ella y él se apartó de la ventana. La cámara ya estaba colocada en el trípode.
―¿Entonces solita nos va tomar las fotos?
Ella no respondió y empezó a desabotonarse la blusa. Cuando sólo quedó sobre su cuerpo el portaligas turquesa, Lucas se le acercó y esta vez ella no opuso resistencia. Él la besaba y acariciaba con ansias.
―Ven ―dijo Josefina.
Lo condujo de la mano hasta el escritorio y luego de enseñarle la foto de la revista, la puso en el suelo, muy cerca. Caminó hasta la cámara y programó la primera toma. Volvió corriendo hasta el escritorio e inmediatamente completó la postura. Pero él se movió y cuando estalló el flash ella supo que la toma se había malogrado.
―Lo siento ―balbuceó Lucas.
―Un error más y se acabó ―lo amenazó ella con el dedo y la mirada―. Ya sabes que no soporto a los imbéciles.
Volvió al trípode para reprogramar la cámara. Esta vez la toma salió mejor que la anterior. En las siguientes, Lucas se esforzó al máximo para que todo saliera bien.
―Ahora yo te voy a tomar algunas ―dijo ella y desmontó la cámara del trípode.
A medida que iba adoptando las extrañas posturas que ella le ordenaba, empezó a sentirse cada vez más incómodo.
―Listo. Ahora tómame a mí.
Le dio la cámara y algunas indicaciones. Muy segura, ella fue hasta el escritorio, se sentó encima y abrió las piernas ampliamente. El cabello desordenado le cubría medio rostro. Entre la maraña de cabellos castaños relumbraba, desafiante, su sonrisa.
―¿Qué esperas, idiota? ¡Aprieta el botón! ***
Se estremeció al escuchar el grito en la oficina. Estaba seguro de que los gritos de su padre serían peores que los del padre director. Martín hubiera querido borrar para siempre de su vida esa tarde (apenas ayer) en que se había encontrado con Lucas en la calle, cerca del colegio.
―Martín.
―Hola, Lucas. ¿Qué haces por acá? No estabas en el quiosco ahora.
―No. Tuve que ir al dentista… para que me vea una muela. Bien feo me ha estado doliendo. Me han dicho que tengo que sacármela. Ni modo. Es una de las del fondo, dicen que duele un montón.
―No, ni tanto. A mí me sacaron una el año pasado. Te ponen anestesia y luego no sientes nada. Da risa porque ves cómo el doctor te jala la muela como si estuviese sacando un clavo.
―Ojalá sea así. Oye, Martín, ¿estás coleccionando el álbum del mundial?
―Claro, ¿quién no?
―Sí pues, yo también estoy coleccionando. Pero más piña soy. Me han tocado un montón de figuras repetidas.
―Cambiamos, pues.
―Justo eso te iba a decir. Mira, acá en este paquete tengo las que quiero cambiar.
―Pucha, pero ahorita no tengo las mías… Mañana las traigo y en el recreo cambiamos.
―Bueno... Puedes llevarte las mías. Míralas en tu casa y mañana ya es más fácil cuando cambiamos.
―¿De verdad? Chévere… Asu, qué grande este sobre. ¿Por qué está sellado?
―Por seguridad. Ábrelo en tu casa mejor. Bueno, hablamos mañana entonces.
―Sí, hasta mañana. Chau, Lucas.
Luego de almorzar, había ido a su cuarto. Sus padres estaban trabajando. Además de su gata, no había nadie más en la casa. Sacó los cuadernos del maletín y vio el sobre amarillo que le había dado Lucas. Lo cogió y rompió el borde. Sintió un mareo cuando vio las fotografías. Cerró la puerta y la ventana. Sólo cuando llegó a la sexta fotografía reconoció a su profesora. El corazón se le iba a salir del pecho. ¿La señorita Josefina? ¿La misma mujer que nunca reía en el aula, que siempre sacaba alumnos de la clase, que daba reglazos en la mano y en las nalgas a los indisciplinados y distraídos?
Escondió las fotos debajo del colchón cuando escuchó que la puerta de la calle se abría. Salió a saludar a su mamá y no volvió a ver las imágenes hasta la noche. Sabía que era pecado, pero no lo podía evitar. La señorita Josefina... ¿Por qué Lucas le había dado eso?
Al día siguiente, por primera vez en su vida, llegó tarde al colegio. En el recreo, le habló de las fotos a Javier, su mejor amigo, y este le pidió que se las enseñara. Por un descuido, alguien más los vio y los amenazó con acusarlos o pegarles si no enseñaban. Luego vino otro y otro y otro. Todos sordos a las advertencias y ruegos de Martín y de Javier. Lo único que querían era ver a la señorita Josefina desnuda, el resto no importaba. Hasta que llegó el hermano Orlando y entonces...
Escuchó que se abría la puerta de la dirección. El padre Centeno, el hermano Orlando, la señorita Josefina. Ella se dirigió a la sala de profesores.
―Regresa a clases, Tamayo ―le dijo el director a Martín―. A la hora de salida vienes directamente para acá.
***
―¿Nos vemos mañana?
Ella no dijo palabra alguna.
―¿Nos vemos mañana? ¡Te estoy hablando!
―¡Qué tienes, oye! ¡Suéltame!
―No te entiendo. Te he obedecido en todo lo que me has dicho. ¿No era ese el trato?
―Yo no he hecho ningún trato contigo.
―¿Por qué me haces esto, Josefina, si yo te quiero?
―No me hagas reír, por favor. ¿Me quieres? Me quieres montar, que es otra cosa...
―Yo te amo, Josefina, no te miento. Me quiero casar contigo.
―¡Basta! Escúchame bien lo que te voy a decir, estúpido provincianito. No te voy a negar que en un momento me gustaste, me llamaste la atención. Pero deberías saber que yo soy una mujer que se cansa rápido de las cosas. Me aburro rápido, ¿entiendes? Y tú no eres precisamente un hombre que me haga sentir... ¿cuál es la palabra?... No me llevas al límite, ¿entiendes? Me-a-bu-rres. Ya perdí un montón de años de mi vida dedicándome a hacer lo que querían los demás. Y ya no quiero perder más. Así que no te tomes atribuciones conmigo que yo hago lo que se me antoja con mi cuerpo, ¿estamos? Así que ahora olvídame y búscate a una de esas mujeres que sí piensan en el matrimonio y esas sonseras. Te apuesto a que bien facilito te amarras con una. Sobre todo ahora que has aprendido a comportarte en la cama. Así que agradéceme, entiérrame y adiós.
―¿Por qué dices eso de que no te llevo al límite? ¿Acaso no te hago gritar?
―Jajaja, pero qué ingenuo eres, chiquillo… Como si no fuera fácil fingir gritos... El día en que a esa cabecita cuadriculada que Dios te ha dado se le ocurra hacer algo nuevo, algo que me haga hervir la sangre, que me ponga loca, que me deje sin respirar... ese día búscame, angelito.
***
Se convocó a una reunión excepcional. Estaban todas las autoridades del colegio. Ningún padre de familia. El problema se resolvería entre ellos y entre ellos quedaría el secreto. El padre Centeno expuso el problema ante los cinco hombres sentados alrededor de la mesa de caoba. Un alumno del quinto año había sido sorprendido con material pornográfico; cuando el encargado de disciplina lo trajo a la dirección, se supo que en dicho material aparecía la profesora de lenguaje, Josefina Benavides. Cuando se le preguntó al alumno quién le había entregado esas fotos, dijo que Lucas Chávez, el vendedor del quiosco. Se llamó a la profesora y, aunque en un inicio lo negó todo, terminó aceptando su culpa. Intentó defenderse diciendo que esas fotos eran propiedad privada, pero fue rebatida con el obvio argumento de que las fotos fueron tomadas sin autorización alguna en un aula del colegio, es decir, en un lugar que no es privado. Se le dijo que suspendiera sus labores y que esperara en su domicilio la resolución de su caso.
Al otro implicado, Lucas Chávez, no se le encontró en el colegio el día del incidente. Cuando se le preguntó a su padre el motivo de la ausencia, este afirmó que su hijo estaba enfermo del estómago y que por eso se había quedado en su casa. Sin embargo, esa misma tarde, el hermano Orlando fue a verlo para escuchar su versión y no lo encontró. El hermano regresó con el padre del implicado y cuando entraron a la casa vieron que Lucas Chávez había cogido ropa y dinero y había abandonado el hogar.
―¿Y por qué Lucas Chávez le dio las fotos al muchacho? ―preguntó el subdirector, un hombre robusto y de barba.
―Eso es lo que no hemos podido esclarecer ―respondió el padre Centeno.
―¿Y por qué la profesora se tomó estas fotos precisamente aquí, en el colegio? ―intervino ahora el padre Zegarra, director del consultorio espiritual.
―Se trata sin duda de una mujer pervertida ―respondió el padre Centeno―. Una mujer de mente enferma que sin duda expulsaremos de aquí. Ahora, la pregunta es si la denunciaremos a las autoridades.
―¡No no! ―agitó su mano el padre Zegarra―. ¡Eso sería un escándalo! Un gran daño para nuestra congregación. Que se vaya del colegio, lejos, lo más lejos que pueda y se olvide de todo esto. Ya el Señor se encargará de darle el castigo que merece. La justicia es sólo del Señor.
―Amén ―dijeron en coro los presentes.
―¿Y qué hacemos con Martín Tamayo? ¿Qué pasará cuando el muchacho le cuente a sus padres que vio unas fotos de su profesora desnuda? ―preguntó el padre Centeno―. Ese chico Tamayo es segundo en aprovechamiento y primero en conducta en su sección. Ninguna inasistencia a la misa dominical, apenas una tardanza en los cinco años que ha estado en el colegio. Ese muchacho no se va a quedar callado.
―Me ha prometido que no dirá nada ―intervino por primera vez el hermano Lucio, tutor del quinto año―. Ahora hay que decirle que esas fotos son trucadas, que esa no era su profesora. Y que Lucas es un malvado que quiso hacerle daño, pero que sería expulsado de ahí. No hay que preocuparnos, ya falta poco para que el chico acabe la secundaria. Terminará olvidándose de todo.
―¿Está diciéndonos que mintamos, hermano Lucio? ―se indignó el padre Zegarra.
―No lo vea así, padre, con todo respeto. Conozco a Tamayo, es un muchacho sensible, bueno. Saber la verdad puede generarle un trauma, si es que eso ya no ocurrió. Nuestro Señor no quiere que los jóvenes sufran, siendo ellos en quienes está el futuro de su mensaje evangelizador. Arreglando los hechos conseguiremos que este muchacho no se aleje del camino verdadero.
―El hermano Lucio ha sido bastante claro ―dijo el padre Centeno―. Lo mejor es darle esa versión al alumno Tamayo, para la tranquilidad de su espíritu. Se le dirá también que Lucas molestaba a la profesora y que por seguridad ella ha decidido renunciar.
Todos asintieron.
―Muy bien, entonces mañana mismo hablaré con la profesora y con el alumno Tamayo ―dijo el padre director―. Dentro de dos días tendremos una nueva reunión. Pongámonos de pie para rezar. ***
Es de noche. Ella está sentada en la sala, mirando la televisión. Aprovecha los últimos días del servicio de cable. Hasta que no consiga algo, no volverá a darse ese lujo. Toda la semana se la ha pasado buscando trabajo, en vano. La edad, la falta de experiencia, sus altas expectativas salariales, obstáculos invencibles. Pero mañana es domingo y a lo mejor esta vez la sección de empleos del periódico le traerá algo bueno. A lo mejor un trabajo que no tuviese nada que ver con la enseñanza.
Tocan el timbre. Se levanta, asombrada de la rapidez de su vecina. Hace un par de minutos, esta le había pedido prestada su plancha, prometiendo traerla de inmediato.
―Hola ―dice él, sonriéndole en la puerta―. ¿No me invitas a pasar?
Ella se lo queda mirando unos segundos. Luego se le lanza encima y le da bofetadas, puñetazos y, cuando cae al suelo, furibundos puntapiés. Lo golpea hasta que le duelen las manos.
―¡Imbécil...! ¡Estúpido...! ¡Por qué demonios tuviste que hacer eso! ¡Hijo de la más sucia puta! ¿Qué querías? ¿Qué te aplaudiera? ¡Por tu culpa, maldito cerdo, no tengo trabajo! ¡Imbécil!
Le lanza un escupitajo y, sin mirar a los alarmados vecinos, regresa a la casa. Él se levanta y se limpia la sangre de la cara, sacude el polvo de su pantalón.
Pasan quince minutos y vuelve a plantarse frente a la puerta. Los vecinos ya se han metido a sus casas, pero espían por la ventana. Entonces, camina hasta la puerta y toca de nuevo el timbre. Medio minuto después, la puerta se abre. Los vecinos lo ven entrar y la que había prestado la plancha le dice a su marido, muerta de curiosidad: Creo que debo entrar a esa casa para evitar una tragedia. Coge la plancha, sale a la calle y se detiene frente a la casa de su vecina. La puerta está entrecerrada. La empuja con cautela y abre los ojos de par en par cuando la ve a ella sobre la mesa del comedor, semidesnuda, posicionada como un can, gimiendo, y, a él, el hombre al que había golpeado, detrás de ella, embistiéndola con frenesí. La profesora voltea a mirarla y de entre su cabello desordenado, unos labios temblorosos se esfuerzan en dar una orden terminante:
―¡Cierra esa puerta, maldita vieja chismosa! |