Nº21
revista de literatura
 
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Mariano Vargas
  La billetera
 


Por haber gastado mal y
guardado mal han perdido el
Paraíso.
Infierno, Canto VII



El viejo callejón de la avenida Gálvez veía pasar todos los días a la señora Maura con su eterna letanía de ir a comprar vísceras en el camal de Yerbateros. Dejaba a su pequeña nieta bajo el cuidado de su hija, madre desde hacía pocos meses, y cruzaba hasta la esquina de enfrente donde aguardaba el lento andar de la línea 44 que se acercaba a lo lejos con la pesadez de un elefante varicoso. Luego retornaba a casa y, con la misma determinación que había ostentado durante su juventud, preparaba el aderezo para los anticuchos que empezaría a vender en la puerta del callejón al caer la noche.

Una mañana, de camino al camal, se encontró con una pobre anciana que solicitaba entre lágrimas una limosna. La señora Maura, habituada a ignorar a los mendigos, no pudo, esta vez, esquivar los jaleos de aquella limosnera. Con un gesto mecánico que a ella misma le sorprendió, se vio metiendo la mano en el bolsillo de su chompita de lana para sacar una moneda y entregarla en caridad. La anciana se lo agradeció con una sonrisa que exhibía una dentadura cariada y amarillenta. En ese instante se escuchó la estrepitosa colisión de dos autos que derraparon a sus espaldas y los que por allí deambulaban se agolparon sobre la pista para curiosear el siniestro. En medio del alboroto la señora Maura regresó los ojos hacia el rincón donde yacía la mendiga pero esta había desaparecido. En su lugar vio una desgastada billetera de cuero sobre el asfalto. La tomó sin meditarlo mucho y se alejó de allí, mientras la calle se inundaba de mirones y las cámaras de televisión comenzaban a abrirse paso entre el gentío.

Tras llegar al camal buscó a su casero y, como siempre, le pidió tres kilos de mondongo para el rachi, otro tanto de pancita y muchos corazones de res para trinchar los anticuchos. Entonces extrajo la billetera que escondía bajo el sostén y aprovechó la compra de las vísceras para ojear el contenido: siete billetes de cien soles permanecían alineados como si fueran diligentes soldaditos de algún ejército de salvación o algo así. Se despidió del matarife y de sus ayudantes, y abandonó el camal en el acto. Cuando regresó a casa encontró a su nieta berreando sobre el cochecito, mientras su hija loreaba en la puerta con quién sabe qué paparulo. La señora Maura pegó tal grito al cielo que la niña dejó de berrear y el paparulo escapó como si acabara de escuchar a la muerte.

–¿Qué pasa, mamá, estás bien? –preguntó la hija, mientras ahogaba una risita que delataba su coquetería.

–Anda ya al mercado que es tarde –dijo por toda respuesta la vieja Maura.

La hija recibió uno de los billetes de cien soles y salió de casa refunfuñando para regresar luego de media hora con el vinagre y la panca y los aderezos, y encerrarse en su cuarto a odiar a su madre.

Al día siguiente la señora Maura despertó pensando en el negocio que haría con los setecientos soles que la providencia le había regalado. Cogió la billetera para sumarle las ganancias de la noche anterior y notó con sorpresa que la cantidad de billetes se había multiplicado. Llamó a su hija y le preguntó si acaso ella había guardado algún dinerito en la billetera, pero esta lo negó con la cabeza. Un tanto azorada por el milagro y con cierto presentimiento acuestas la vieja Maura salió del callejón, caminó hasta el paradero de la avenida Gálvez  y tomó la línea 44, como siempre, en busca de las vísceras que se ofertaban en el camal de Yerbateros. De regreso a Lince entró al Centro Comercial Arenales, donde por fin compró aquel televisor que tanto añoraba en sus mediodías solitarios. Esperó a que llegase la noche y, tras vender miles de palitos de anticuchos y una infinidad de porciones de pancita, se durmió con una expectativa creciente. Al llegar la mañana corroboró sus sospechas: el número de billetes se había vuelto a multiplicar. Desde aquel día no retornó más al camal ni volvió a vender anticuchos en la puerta del callejón.

Acosada por las preguntas de los vecinos, excusaba su ausencia en una rara enfermedad que no le permitía exponerse a la noche.

La señora Maura se acostumbró al despilfarro: compraba joyas, ropa de marca, electrodomésticos. Los vecinos del barrio empezaron a ver con ojos maliciosos su nueva condición económica y se preguntaban de dónde salía tanto dinero ahora que ya no trabajaba. Pero la señora Maura apenas y le prestaba atención a aquellas habladurías. Solo tenía ojos para una cosa: engordar la billetera hasta juntar lo suficiente para largarse de ese miserable callejón. Deseaba un chalet amplio, con muchos cuartos y una lavandería. Quería que estuviese rodeado de margaritas y rosas y girasoles y toda clase de plantas y adornillos que demandasen dinero y buen gusto. Le daría a su nieta la oportunidad de crecer en un lugar decente y así la alejaría de las malas juntas que habían hecho de ella y de su hija madres solteras.

Una tarde, mientras fregaba los pañales de su nieta en el ennegrecido caño que hacía las veces de lavandería vecinal, se le acercó una de sus viejas amigas y le pidió en préstamo veinte soles. Pero la señora Maura, pensando que mayor sería la ganancia si prestaba más dinero, decidió darle un billete de cien. A la mañana siguiente, cuando cogió la billetera para contar el monto producido, notó que cierta parte no se había multiplicado. Decidió, entonces, que nunca más le prestaría a nadie un solo centavo.

Las otras vecinas, motivadas por los chismes sobre la supuesta generosidad de la vendedora de anticuchos, también peregrinaron frente a su puerta con la intención de picarle algún dinerito, pero no recibieron ni un sol. Temerosa del poder de la billetera, la vieja Maura supo de inmediato que debía dejarse de caridades, pues solo retrasaría la multiplicación del dinero y la apartaría del chalet de sus sueños.

El derroche de la señora Maura llegó a ser tan flagrante que ni el vecino más despistado dejó de notar su repentino poder de compra. Cada día que pasaba una nueva camioneta aparcaba frente a su puerta y le entregaba televisores, equipos de sonido, muebles de caoba y cedro, y tantos otros artilugios que la gente del barrio la comenzó a detestar. Se ganó el desprecio de todos y, al cabo de poco tiempo, ya solo le quedaba el triste consuelo de arrullar a su nieta bajo la sombra de un castaño artificial que había comprado en una de las tiendas Sears.

Una tarde de domingo, cuando la señora Maura descansaba frente al nuevo televisor, la descocada adolescente sacó a su hija de casa para llevarla a tomar el fresco en el parque municipal. Al ver que los vecinos se apartaban de ella o la trataban con indiferencia, tomó a su hija entre los brazos y la llevó hasta una de las esquinas alejadas de la multitud. De pronto el cielo se tiñó de oscuridad y, de algún lugar inesperado, surgió un enorme Rottweiler que corría en dirección a ellas como si tuviese la macabra misión de llevarlas al infierno. La joven madre cogió a su niña, que lloraba de terror, y atravesó el parque entre la gente que la observaba correr. Al cruzar la pista un auto que excedía el límite de velocidad le quebró las caderas y partió en dos su columna vertebral, matándola en el instante. La niña cayó sobre uno de los jardines del parque y el enorme perro salido de las entrañas de la tierra fue tras ella decidido a clavarle sus mandíbulas con una rabia inexplicable. Todo el vecindario presenció la carnicería pero, debido a la distancia que los separaba, nadie pudo hacer más que contemplar aquella escena con perplejidad.

La señora Maura quedó petrificada por la noticia. Y de su casa no volvió a salir con vida nunca más. La noche del velorio todo el barrio de la avenida Gálvez colmó el callejón. Bebieron café y comieron galletitas de vainilla hasta las dos de la madrugada, hora en que la vieja anticuchera despidió a todos sus vecinos diciéndoles que necesitaba descansar. Cuando la señora Maura quedó a solas con los dos ataúdes cerró la puerta y se colgó. La escena que encontraron al día siguiente parecía sacada de alguna película de terror. De sus ojos brotaban unos gusanos colorados que, al caer, se retorcían sobre las baldosas. Y su carne putrefacta desprendía tal fetidez que los vecinos en su totalidad se atrevieron a compararla con el olor de la mierda. El alboroto que se generó tras hallar el cadáver de la anciana fue tal que nadie se percató de la presencia de una vieja en harapos que, en ese momento, entró en la casa y tomó sin más la misteriosa billetera de cuero.

Con el tiempo los vecinos olvidaron el incidente y, ahora, casi nadie recuerda el arrugado rostro de la señora Maura. Algunos murieron pocos años después. O se colgaron con sus propias corbatas, cuando las grandes empresas del Estado fueron vendidas y los trabajadores quedaron en las calles. Otros se largaron del país persiguiendo el sueño americano de la casa con dos pisos y una cerca en el jardín. Y los que se quedaron y sobrevivieron a la crisis dicen no recordar nada de lo que pasó en aquella década funesta. Las nuevas generaciones poblaron el vecindario y, con el paso de los años, todo rezago de esa época fue borrado de la memoria. Pero hay algunas tardes en que las más ancianas del barrio sacan sus sillas a la puerta del callejón y, entre susurros, cuentan a los niños la vieja historia de la billetera.

       
 
 
©Mariano Vargas, 2014
 
Mariano Vargas (Lima-Perú, 1981). Ha publicado dos novelas cortas: Los mutantes (2008), escrita en clave cómic, cuenta la historia de dos niños que aprenden a sobrevivir en una realidad hiperviolenta; y Homo demens (2010), a la manera de un road movie, narra la huida de un profesor acusado de terrorismo en una delirante noche limeña (esta última en colaboración con Franco Salcedo). Fue finalista en la edición 2012 del Premio Copé con el cuento "Sala de espera". Por estos días, reparte su tiempo entre los cursos de maestría que sigue en la Sorbonne Nouvelle de París y su educación como pintor de brocha gorda, la cual, afirma sin ocultar cierta ironía, ha sido su mejor escuela.
 
 
 
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